A la mañana siguiente, Sara se presentó nuevamente en la editorial NBlank. Esta vez, ni siquiera se detuvo a saludar a la recepcionista, que la vio pasar como un rayo hacia el ascensor. Ya conocía el camino de memoria, y aunque solo había estado allí un día, sentía como si llevara una eternidad dentro de ese edificio.
Al llegar al piso correspondiente, no le sorprendió encontrar a Cristina esperándola. Como buena secretaria, seguramente ya estaba al tanto de todos los acontecimientos, o al menos eso dedujo Sara al ver la expresión en su rostro.
—Querida, lamento mucho lo sucedido ayer, pero, si me permite decirlo... creo que está cometiendo un error —dijo Cristina en cuanto la vio, visiblemente preocupada.
—Cristina, entiendo que quiera defender a su jefe. Pero la decisión ya está tomada. El señor Roswell no está preparado para este trabajo. Está aquí únicamente por ser el hijo del dueño de la empresa. No entiende nada sobre libros, ni creo que le interesen lo más mínimo.
—Se equivoca. Él está mucho más preparado de lo que aparenta. Su currículum es impecable: terminó la universidad un año antes, con honores, por supuesto. Ha leído más libros de los que cualquiera aquí podría contar… incluidos todos los que ha publicado esta editorial, aunque ni en sueños lo admitiría. Y por si eso no fuera suficiente, es guapo, rico y famoso. Vamos, el paquete completo. ¿Qué más podría desear? —dijo Cristina, con una sonrisa forzada, aunque en su voz asomaba un rastro de súplica.
Sara negó con la cabeza, esbozando una sonrisa irónica.
—Es igualita que su jefe —dijo con sorna—. Y aunque debo admitir que me impresiona lo que me acaba de contar, ya tomé una decisión. A partir de ahora, el señor Torres se encargará de la publicación de mi novela —explicó con determinación—. Por cierto, ¿está en su despacho? Tengo cita con él a esta hora.
—Sí, la está esperando —respondió la secretaria, esta vez con un tono más apagado.
La joven sonrió, satisfecha. Cada vez estaba más convencida de que ese era el camino correcto. Por fin, iba a tener una reunión como Dios manda, y todo seguiría su curso con normalidad.
Avanzaba feliz, absorta en sus pensamientos, rumbo al despacho del señor Torres, cuando de pronto se escucharon gritos procedentes de una de las habitaciones del fondo. Las voces eran tan fuertes que se oían con claridad incluso a través de la puerta cerrada.
—¡Por Dios, Kai! ¡Te pedí solo una cosa y ni eso has podido hacer! —vociferó alguien con furia contenida.
—¡No es culpa mía, papá! Esa chica es idiota —replicó otra voz, aún más encendida.
—Dices que es idiota porque no has podido manipularla como haces con todos. Yo, en cambio, la considero bastante lista. Parece que hice una buena elección, después de todo —dijo con orgullo.
—De acuerdo, pues elige otro manuscrito. Esta vez no fallaré.
—¡No! El trato era claro y has fallado. Tienes que conseguir publicar ese manuscrito, o volverás a Nueva York.
—No pienso irme. Mi sitio está aquí —recalcó Kai.
—¿Ah, sí? ¿Y qué has hecho desde que llegaste? Ir de fiesta en fiesta, salir en revistas, siempre con una mujer distinta en cada fotografía…
—Eso es asunto mío.
—Te equivocas, hijo. Lo que haces afecta a nuestro apellido y a tu reputación. Si sigues así, nadie te tomará en serio jamás.
Kai apretó la mandíbula y cerró los puños, encendido por la ira. Estaba furioso con su padre... pero lo estaba aún más consigo mismo. Porque, aunque odiara admitirlo, sabía que tenía razón. Y no había nada que pudiera decir o hacer para cambiar eso. Su padre jamás cambiaría de opinión.
Respiró hondo y se dirigió a la puerta.
—Esto aún no ha terminado —advirtió, antes de marcharse, dejando un portazo que resonó por todo el pasillo.
Al salir, se encontró inesperadamente frente a la causante de todos sus problemas.
Sara se había quedado petrificada. Había escuchado toda la discusión. No entendía del todo el porqué, pero sentía con certeza que era el origen de aquel revuelo, y por tanto, la persona que Kai más debía detestar en ese momento.
Se miraron fijamente. Los ojos azulados de Kai centelleaban, encendidos por la ira, mientras caminaba lentamente hacia ella con las manos en los bolsillos. El aire entre ellos se volvió denso, tenso, casi irrespirable. Sara pensó que debía decir algo, lo que fuera, cualquier cosa… pero estaba demasiado asustada. Las palabras se le encasquillaron en la garganta.
Cuando él estuvo lo suficientemente cerca, ella solo pudo cerrar los ojos con fuerza, preparándose para cualquier reacción.
Pero, contra todo pronóstico, Kai la ignoró por completo, pasando a su lado como una ráfaga de aire helado que le erizó la piel.
Sara respiró aliviada, aunque con cierto desconcierto. Después de todo, Kai había pasado completamente de ella, como si no la conociera en absoluto.
—Uf... madre mía, el jefe parecía a punto de explotar —comentó la secretaria, que también había observado la escena con evidente inquietud—. Yo, en su lugar, intentaría no volver a cruzarme con él. Se ha salvado esta vez, pero... quién sabe la próxima.
—Entiendo, es un buen consejo. Quizás, con algo de suerte, no vuelva a verlo más —murmuró Sara, deseándolo de corazón.
Esperó unos segundos a que su pulso recuperara un ritmo normal y, por fin, se armó de valor para entrar en el despacho donde el señor Torres la esperaba, visiblemente impaciente.
La reunión transcurrió con una fluidez inesperada. Todo iba como la seda. Torres demostraba experiencia y profesionalidad, algo que contrastaba radicalmente con la surrealista entrevista del día anterior. Y sin embargo… ¿por qué no podía dejar de pensar en Kai?
Lo había rechazado como editor, se había marchado con otro, y por su culpa él había discutido con su padre. Kai tenía razones de sobra para estar enfadado con ella… pero ella también las tenía para haber hecho lo que hizo. Sin embargo, el remordimiento le pesaba más de lo que estaba dispuesta a admitir.
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Editado: 12.09.2025