Nuestro Último Atardecer

Capitulo Quinto: El secreto de los Roswell.

Era época de exámenes en Santa Catalina, y eso solo podía significar una cosa: alumnos nerviosos recorriendo los pasillos con libros en la mano, repasando hasta en los descansos, aprovechando cada minuto libre como si fuera oro.

Normalmente, a Sara le encantaba esa época. Había algo en el ambiente de concentración general que la motivaba. Pero este año era distinto. Entre la edición de su manuscrito y todas las tareas del colegio, apenas tenía tiempo para dormir.

—Bueno, chicos, eso es todo por hoy —anunció la monja con su tono habitual, ni muy amable ni muy severo—. Recuerden que para el examen de la próxima semana entra hasta el tema siete, incluido. Y los que no me hayan entregado el trabajo sobre la Segunda Guerra Mundial antes de esa fecha, ni se molesten en venir. Estarán suspendidos automáticamente.

En cuanto sonó el timbre, los estudiantes salieron de la clase como si acabaran de ser liberados de una cárcel. Sara, como siempre, se quedó un poco más, recogiendo con calma sus apuntes y libros.

Alicia y Mike se acercaron a su pupitre.

—¡Madre mía, Sara! ¡Estoy en un lío tremendo! —exclamó Alicia, al borde del pánico.

—¿Qué pasó? —preguntó Sara, preocupada.

—Se me olvidó por completo el trabajo. No tengo ni una sola línea escrita.

—¿Hablas en serio? Te quedan como mucho tres días... no creo que te dé tiempo.

—Lo sé, lo sé. ¡Estoy perdida! ¿Qué voy a hacer? No puedo suspender...

Sara estaba agotada y su plan era llegar a casa, ponerse el pijama y dormir unas horas. Pero al ver a su amiga tan desesperada, supo que no podía dejarla tirada.

—Tranquila. Vamos ahora a la biblioteca. Yo te echo una mano.

Alicia suspiró con alivio.

—Mike, ¿te vienes? Podemos hacer el trabajo entre los tres —le dijo con una mirada suplicante.

—¿Y sacarte las castañas del fuego? No sería digno de mí —bromeó él, sonriendo—. Además, tengo entrenamiento. No olvidéis que el sábado es el partido, y más os vale estar allí para animarme.

—Por supuesto que estaremos. No te libras de nosotras —dijo Sara con una sonrisa.

La biblioteca estaba en uno de los edificios al lado del colegio, y era uno de los lugares favoritos de Sara. Se sentía en casa entre libros, en ese silencio que parecía hecho a medida para ella. Era un lugar amplio, con estanterías altas que llegaban casi al techo, mesas de madera gastadas por los años y un olor inconfundible a papel viejo y café recién hecho del rincón de lectura. A veces, le gustaba pensar que cada libro tenía su propia historia incluso antes de ser abierto, como si las páginas absorbieran algo de cada persona que los había leído antes.

—Gracias, de verdad, Sara. Sé que estás a tope ahora —dijo Alicia mientras caminaban juntas.

—Sí... empiezo a pensar que quizás he asumido demasiadas cosas —suspiró Sara, mientras cruzaban el patio rumbo a la biblioteca—. Hace apenas unas semanas que Kai empezó con la edición, y en ese tiempo ya he tenido que viajar varias veces a la capital. Ni hablar de las veces que me llama al día… es agotador.

—Se lo está tomando muy en serio —respondió Alicia—. Y, además, sigue cumpliendo su promesa: no ha vuelto a aparecer en ninguna publicación, ni en fiestas, ni rodeado de mujeres. Eso es bueno, ¿no?

—Supongo... —Sara bajó la mirada—. Cuando hicimos ese pacto, pensé que no le duraría ni una semana. Me ha sorprendido. Es como si ya no fuera el mismo tipo que conocí la primera vez.

—¿Y cuál es el problema? ¡Odiabas a ese tío!

—El problema es que, a veces, cuando estoy con él... siento que yo también estoy cambiando —confesó con un dejo de preocupación en la voz.

Alicia la observó en silencio, sin entender muy bien a dónde iba con todo eso. Hasta que una idea se le cruzó, de esas que aparecen de golpe y suenan absurdas, pero tienen sentido.

—Oye... ¿no será que tú…?

Pero la frase quedó flotando en el aire. Una melodía vibró desde el interior de la mochila de Sara, interrumpiendo el momento.

—¡Ay, no! —se quejó la joven escritora al sacar su móvil y ver el nombre en la pantalla—. Él otra vez…

—¡Hablando del rey de Roma! ¿Qué querrá ahora?

A su alrededor, varios “¡Shhh!” se escucharon al unísono. Y al ver que una de las hermanas bibliotecarias venía directa hacia ellas con cara de pocos amigos, Alicia tiró del brazo de Sara y ambas salieron corriendo, mientras el teléfono seguía vibrando con insistencia.

—¡Por los pelos! Casi nos pilla —dijo Alicia, aun recuperando el aliento.

—Sí, es la primera vez que me sacan de la biblioteca por culpa de este maldito móvil —refunfuñó Sara.

—Por cierto, deberías contestar. Aún está llamando.

—Tienes razón —dijo, resoplando, mientras descolgaba—. Di...

—¿Se puede saber por qué demonios has tardado tanto en contestar? —rugió la voz de Kai al otro lado—. Para futuras referencias: cuando te llame, contestas al instante. ¿Entendido?

Sara exhaló con fuerza, conteniendo el fastidio.

—Señor Roswell, qué sorpresa. Me alegro de oír su dulce voz —dijo con un sarcasmo tan fino como afilado—. Diga, ¿qué ocurre?

—Te llamaba porque hay algo de lo que necesito hablar contigo. Es un tema un poco delicado.

—¿Qué pasa? —preguntó, algo tensa.

—Odio admitirlo, pero tenías razón. Esto no es lo mío. Así que... me vuelvo a Nueva York.

—¿Cómo dice? —espetó, sin poder creer lo que oía.

—Tranquila, la publicación sigue adelante. La he dejado en manos muy competentes. Sin mi participación, como tú querías.

—¿"Como yo quería"? ¡Usted me hizo una promesa! —le recordó con firmeza.

—Lo sé —respondió Kai, con esa voz que parecía una mezcla de orgullo herido y resignación—. Pero ya te lo advertí una vez: las promesas son fáciles de romper.

—Eso lo dirá por usted. Me ha vuelto a decepcionar, señor Roswell.

—Lo sé... y lo siento —fueron sus últimas palabras antes de colgar.

Sara se quedó en silencio, con el móvil aún pegado a la oreja, escuchando el pitido intermitente que indicaba que la llamada había terminado. Durante unos segundos, no supo qué pensar. Estaba paralizada, buscando una explicación lógica a lo que acababa de suceder.




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