Nuestro Último Atardecer

Capítulo 18 : La Elección

Pero no lo era.
Kai la había abandonado, pero... ¿por qué?
Lo cierto es que tenía muchas razones para escoger, demasiadas, y esa verdad tan simple la golpeaba con fuerza.

El peso de sus pensamientos era tan abrumador que le impedía moverse, permaneciendo tumbada en aquella cama durante días. Sus manos temblorosas agarraban con fuerza la almohada, tratando de ahogar sus gritos de dolor. Y cuando, exhausta de tanto llorar, se quedaba dormida, sus ojos aún lloraban en sueños.

Las húmedas sábanas, así como su ropa, se habían secado sobre su cuerpo, calando el frío en sus huesos y provocándole una fiebre muy alta.

No comía. Apenas bebía agua. Su cuerpo, como su alma, comenzaba a ceder. En medio de aquel delirio febril, las voces del pasado resonaban con más fuerza…

Comenzó a ver unas sombras alrededor de su cama, que pronto tomaron forma.

—Allen… Kai… Los dos os habéis ido de mi lado.

—Nunca pudiste elegir —le recriminó Kai, su figura era translúcida, pero firme.

—Es cierto... soy incapaz —admitió Sara, con la voz rota—. Os amo a los dos. Esa es la egoísta verdad.

-Tampoco fuiste capaz de decirnos los que sentías -le recordó Allen

- Tenéis razón, he sido una cobarde y ahora ninguno de los dos está conmigo—susurró, con resignación

La habitación giraba a su alrededor. El sudor le corría por la frente, las sábanas ahora estaban empapadas por el calor enfermizo de su cuerpo.

—Tienes que elegir ahora, Sara —dijo Allen—. Luchar…. o rendirte.

Las sombras fueron desvaneciéndose. Ella cerró los ojos, notando como si parte de su alma se marchase con ellas.

Entonces, una presencia familiar se coló entre su maltrecha inconciencia.

Un murmullo, apenas audible, la llamó desde lo más profundo.

Sara abrió los ojos.

La luz del amanecer teñía las paredes de tonos cálidos. Todo parecía distinto. El sudor en su piel se había secado, y una manta limpia cubría ahora su cuerpo.

Intentó moverse. Le dolía todo. Pero estaba viva.

Al girar la cabeza, vio una figura sentada en la silla junto a la cama, que sostenía su mano.

—¿Al...? —susurró con voz ronca.

Los ojos de su amiga se abrieron de golpe. Había lágrimas en ellos, y también alivio.

—Gracias a Dios… —murmuró—. Pensé que te perdía.

Sara no respondió. Solo la miró, con una mezcla de gratitud y agotamiento.

—Al… ¿Qué haces tú aquí? ¿Cómo has…?

Trató de incorporarse, pero le fue imposible; todo le daba vueltas.

—Ten cuidado. Llevas tres días en la cama.

—¿¡Tres días!? ¿Qué me ha pasado?

—No estoy segura. Cuando me enteré de lo que había pasado con Kai, te llamé varias veces. Como no respondías, vine a tu casa. Tampoco aquí obtuve respuesta, así que pensé que tal vez necesitabas estar sola. Me disponía a irme cuando te escuché gritar. Llamé de nuevo y entonces me di cuenta de que ni siquiera habías cerrado la puerta con llave.

—¿Entraste?

—Sí. Te encontré en la cama, en un estado lamentable. Como pude, te metí en la bañera para bajarte la fiebre, cambié las sábanas y llamé al médico. Te puso un par de inyecciones y dijo que, si no mejorabas en las próximas horas, habría que llevarte al hospital.

—Menos mal… No me habría gustado despertarme en un hospital —dijo, aliviada—. ¿Cómo te enteraste de lo que pasó con Kai?

—Él mismo me lo contó. Me dijo que ahora, más que nunca, ibas a necesitar tenerme a tu lado… y no se equivocó.

Sara bajó la mirada; sus dedos jugueteaban con la costura de la manta.

—En aquel instante… sentí como si algo dentro de mí se hubiese roto en mil pedazos —le confesó.

—Sé muy bien lo que es eso. Yo me sentí igual cuando Mike se marchó —respondió Al con voz nostálgica.

—Hemos perdido a las personas que amábamos… ¿Qué podemos hacer?

—Aprender a vivir con ese hueco, supongo —opinó con resignación—. Y un día, tal vez sin darte cuenta, dejará de doler tanto.

Era indudable que ella se veía reflejada en aquellas palabras.

—No es un pronóstico muy esperanzador —dijo Sara, con un tono jocoso.




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