Narrado por Lia
No fue un cambio brusco, de esos que sacuden la tierra bajo tus pies de inmediato. Fue más como un silencio que se alarga, una mirada que no se cruza, una ausencia que pesa antes de hacerse oficial.
Los días en la oficina comenzaron a sentirse... distintos.
El señor Thompson ya no llegaba tan temprano. A veces se saltaba las reuniones o las dejaba a mitad con una mano en el pecho y un “continúen sin mí” que nadie se atrevía a cuestionar. Su sonrisa, esa que solía regalarme cada mañana con su café, parecía más forzada, más pálida. Yo lo notaba. Lo sentía. Pero él, terco como buen hombre sabio, siempre me decía:
—Estoy bien, Lia. No te preocupes, todavía te tengo que ver convertida en jefa.
Me reía cada vez que lo decía. No sabía si lo decía en serio o si era una forma dulce de empujarme hacia algo más grande, pero me gustaba imaginarlo aplaudiendo mi ascenso desde su vieja silla de cuero.
Recuerdo una tarde en particular. Estaba lloviendo y yo había olvidado mi paraguas. El señor Thompson me vio desde su ventana y cuando subí empapada, me esperaba con una toalla limpia de la sala de juntas y una taza de té caliente.
—No puedes enfermarte, ¿quién me va a mantener cuerdo aquí? —bromeó.
Y yo sonreí, mientras el calor del té me devolvía el alma al cuerpo.
Ahora todo eso me parecía un eco lejano.
Una mañana, llegué como siempre, saludando al guardia de seguridad y tarareando mentalmente mi playlist favorita. Pero la recepción estaba extrañamente en silencio. Las miradas esquivaban la mía. Los teléfonos no sonaban.
Al subir al piso ejecutivo, lo supe. No porque alguien me lo dijera. Lo sentí en el pecho, como si una parte de mí ya lo supiera desde hacía días.
La oficina del señor Thompson estaba cerrada. No con llave, sino con ese tipo de cierre que es definitivo. El asistente del director general me tomó del brazo suavemente y me llevó a una sala vacía.
—Lia... lo sentimos mucho. El señor Thompson falleció anoche, en su casa. Fue repentino.
Mi mente se desconectó un segundo. Quise preguntar mil cosas, pero mi garganta no obedecía. Solo pude asentir, con los ojos inundados y un nudo en el alma.
Ese día no trabajé. Nadie me lo pidió, simplemente no podía. Me senté en su escritorio vacío, tomé su taza de café —aún limpia, aún en su lugar— y la abracé como si eso pudiera detener la tristeza.
No era solo mi jefe.
Era quien creyó en mí cuando llegué con acento extranjero y zapatos gastados. Quien jamás me miró con juicio, sino con respeto. El primero que me vio como una profesional, no como una secretaria de paso.
Esa noche, al volver a casa, la ciudad me pareció más gris. Apagué todas las luces y me acurruqué en el sofá, abrazando una almohada mientras las lágrimas, silenciosas, caían sin permiso.
No era solo el dolor por su partida. Era el miedo que venía con el vacío. La incertidumbre de no saber qué iba a pasar con mi trabajo, con mi lugar… con mi mundo.
Pero entre el llanto, también llegaron los recuerdos. Como pequeñas luciérnagas iluminando la oscuridad.
La vez que me regaló un bolígrafo con mi nombre grabado, “porque los grandes tratos se firman con confianza”.
La Navidad que me dejó una tarjeta escrita a mano: “Gracias por no rendirte nunca, Lia. Eres más fuerte de lo que crees.”
La forma en que defendía mi trabajo delante de otros, sin alzar la voz, pero con una firmeza que imponía respeto.
Respiré hondo. Me limpié el rostro.
Y por primera vez en todo el día, sonreí.
Porque si algo me enseñó el señor Thompson fue a levantarme. A seguir. A creer en mi valor aunque el mundo intente negarlo.
Esa noche me dormí abrazada a su recuerdo.
Y aunque sabía que el amanecer traería cambios, decidí regalarme esa pausa.
Un momento de silencio para honrarlo.
Un espacio de calma antes de que el mundo empezara, otra vez, a girar sin él.