Narrado por Lia
El silencio en la oficina duró apenas unos días.
Después del funeral, la vida corporativa siguió su curso como si nada. Las reuniones volvieron, los correos llegaron en oleadas, y los ascensores se llenaron de trajes oscuros que hablaban de “reestructuración”.
Fue entonces cuando llegó él.
El nuevo vicepresidente.
Hijo del señor Thompson.
Y una decepción con corbata.
La primera vez que lo vi entrar, lo hizo con paso arrogante, sonrisa torcida y mirada de esas que no se sienten en los ojos, sino en la piel. Me miró de arriba abajo con descaro, deteniéndose en mis curvas como si fueran propiedad pública.
—¿Tú eres la secretaria de mi padre? —preguntó con una ceja levantada y ese tono que huele a prejuicio.
—Lo fui —respondí, sin vacilar—. Soy Lia Parker, y tengo nombre.
Él solo sonrió, pero no de una forma agradable. Más bien como si ya estuviera planeando su siguiente comentario desagradable.
Desde ese día, todo se volvió incómodo.
Comentarios disfrazados de bromas.
Miradas que hablaban más que sus palabras.
Y frases como “esa ropa no es apropiada para una oficina” o “con ese cuerpo, podrías estar ganando dinero en otros lugares”.
Spoiler: no era un chiste.
Era acoso.
Y yo lo sabía.
Mi única tabla de salvación en esos días fue Annette, mi compañera y amiga, una rubia eléctrica con uñas rojas, lengua filosa y corazón gigante.
—Lo siento mucho, Lia —me dijo un día, abrazándome sin pena frente a la máquina de café—. Tu jefe era un gran hombre… y su hijo es una patada en el útero. No te dejes, ¿sí? Tú vales mil veces más que ese pavo con título.
Le sonreí agradecida.
Pero por dentro... hervía.
Aguanté. Respiré hondo. Conté hasta mil.
Hasta que un día, mientras entregaba unos informes, se atrevió a ponerme la mano en la cintura con ese falso aire casual.
—Con ese cuerpo, no sé por qué sigues de secretaria —dijo, sonriendo como si me estuviera haciendo un favor.
Fue la gota.
Esa misma tarde redacté mi renuncia.
Imprimí dos copias. Una para recursos humanos, y otra... para mí.
Entré a su oficina sin tocar. Cerré la puerta detrás de mí con calma.
—¿Tienes un minuto, jefe?
Él levantó la vista, con esa expresión de superioridad que me revolvía el estómago.
—Si vienes a disculparte por tu actitud...
—Vengo a renunciar —le interrumpí con una sonrisa—. Pero antes, quería decirte algunas cositas.
Me senté frente a él. Crucé las piernas, levanté la barbilla, y solté:
—Tú no tienes la mitad del carácter, la humanidad ni la inteligencia de tu padre. Él era un líder. Tú eres un triste niño rico jugando a ser importante. Lo único que realmente has dirigido aquí… es tu mirada babosa.
Él intentó hablar, pero levanté una mano.
—Ah, y un consejo profesional: cuando tengas una mujer valiosa en tu equipo, no la acoses. No la mires como un trozo de carne. No te burles de su cuerpo. Porque un día —me levanté despacio— esa mujer se irá. Pero antes... te va a patear el ego.
Y el ego, en su caso, estaba convenientemente ubicado.
Le di una buena patada en los bajos, con todo el glamour de una mujer en tacones de tres pulgadas.
—¡Ups! Reflejo, jefe. Ya sabes… cosas de chicas.
Salí de ahí con la cabeza en alto, entre miradas asombradas y silencios incómodos.
No miré atrás. No lo necesitaba.
La ciudad que nunca duerme me esperaba.
Y si algo tenía claro, era que una puerta cerrada nunca me había detenido.
Era hora de encontrar una ventana abierta. O mejor aún… un rascacielos entero para conquistar.