Narrado por Lia
Hay algo que no encaja del todo en Ethan Blackwell.
A veces parece un bloque de mármol cincelado por la perfección y el autocontrol.
Y otras… otras hay una grieta pequeña, apenas visible, por donde se escapa algo tibio.
Una mirada.
Una pausa en su voz.
Un suspiro que se niega a salir.
Y desde hace unos días, me pregunto si esas grietas tienen mi nombre.
No lo digo porque quiera sonar egocéntrica. Lo digo porque me mira.
Con disimulo, con cautela, con ojos que no se permiten mucho, pero que observan más de la cuenta.
Y esta noche…
Esta noche fue una de esas en las que las máscaras resbalan.
Todo comenzó con una cena de negocios.
Unos socios potenciales de Seattle querían reunirse con el CEO de BlackSteel para hablar de una propuesta de inversión para un nuevo centro corporativo en la Costa Oeste.
Nada fuera de lo común.
Lo inusual fue que Ethan me pidió que lo acompañara.
—¿Yo? ¿A una cena así? —pregunté, sorprendida.
—Sí —respondió, sin levantar la mirada de su agenda—. Necesito alguien que mantenga el orden de temas, tome notas discretas y, francamente, le caes bien a la gente.
Tuve que parpadear.
¿Eso fue un… cumplido?
La cena fue en un restaurante elegante, con manteles blancos y luces tenues.
Yo llevaba un vestido negro sencillo, maquillaje natural y tacones que apenas toleraba, pero valía la pena ver cómo Ethan me miró al llegar.
Solo fue una mirada.
Rápida.
Pero ahí estuvo.
Y me atravesó entera.
Durante la reunión fui lo más profesional posible. Tomé notas, sonreí, organicé documentos y, en los silencios incómodos, hice lo que mejor sé: romper el hielo con humor.
Incluso logré que uno de los inversionistas contara un chiste.
(¡Un chiste en una reunión con Ethan Blackwell! Lo marco como logro desbloqueado).
Después de despedirnos de los socios, él insistió en que me llevaría a casa.
—No acepto un no por respuesta, señorita Parker. Es tarde, y esos tacones tienen cara de venganza.
Reí.
Él también.
Y por unos minutos, no fue el CEO.
Fue solo… Ethan.
Un hombre con las mangas arremangadas, el nudo de la corbata flojo y los ojos menos helados que de costumbre.
En el camino, hubo silencio.
Pero no de los incómodos.
Era un silencio cómodo, de esos que no pesan.
Hasta que él habló.
—Gracias por esta noche.
—¿Por los apuntes o por los chistes malos?
—Por ambos. Y por… estar ahí.
—Siempre estoy —respondí, sin pensarlo mucho.
Él me miró. Esta vez, con la cabeza ligeramente girada hacia mí, sin esconder nada.
—Eso es raro.
—¿El qué?
—Que alguien esté… sin que uno lo pida. Sin que quiera algo a cambio.
Y ahí estuvo.
La grieta.
Una fisura pequeña en su voz.
—A veces solo queremos que alguien no se rinda con nosotros —dije, bajito.
No sé por qué lo dije.
Salió solo.
Y él… lo entendió.
Cuando llegamos a mi edificio, me abrió la puerta del coche como si el siglo XXI no hubiera ocurrido.
Me acompañó hasta la entrada.
Y ahí, bajo las luces cálidas del farol del vestíbulo, hubo ese momento.
No se acercó demasiado.
No me tocó.
Pero algo en su mirada me sostuvo más que cualquier contacto físico.
—Buenas noches, Lia —dijo, por primera vez usando mi nombre sin el "señorita" delante.
—Buenas noches, Ethan.
Y me quedé en la puerta unos segundos más, solo para verlo alejarse.
No sé si lo imaginé, pero juraría que sonrió mientras se subía al coche.
Subí a mi apartamento con el corazón alborotado.
Me quité los tacones como si me liberara de una vida pasada.
Y me dejé caer en el sofá, sin importar que llevaba un vestido caro y pestañina aún fresca.
Algo cambió esta noche.
No sé si en él…
O en mí.
Pero esas paredes que Ethan levanta todos los días…
Hoy mostraron una rendija.
Y, por primera vez, no me sentí como una intrusa, sino como alguien invitada a ver un poco de lo que esconde.
No estoy segura de qué significa eso.
Pero sé que, después de esta noche, ya no somos solo jefe y secretaria.
Aunque no haya pasado nada.
Porque a veces, lo más intenso…
pasa en el silencio.