Nuevas curvas para el Ceo

CAPÍTULO 15 — MUY LEJOS DEL FRÍO

Narrado por Ethan

La vida está hecha de pequeñas coincidencias que a veces no se sienten tan pequeñas.

Esta mañana, cuando entré en la oficina y vi a Lia organizando sus documentos con esa calma suya que parece heredada de otra época, sentí algo diferente. No sé si fue su sonrisa, su manera de acomodarse el cabello sin saber que la estoy observando, o la forma en que me saludó sin la torpeza de antes. Había algo nuevo en ella... como si estuviera en paz consigo misma.

Fue durante una reunión con el equipo financiero que escuché por casualidad un comentario de Emma, mi madre, en una llamada que había olvidado colgar.

—...espero que podamos volver a ver a Lia pronto. Es una joven encantadora, ¿te dije que cenó con nosotros el sábado?

Me detuve en seco.

—¿Cómo dices, mamá?

—Oh, no sabías... ¡Fue una coincidencia! Nos la encontramos en una tienda de té, nos cayó de maravilla. Terminamos cenando juntos. Es muy dulce, inteligente. No sabíamos que trabajaba contigo hasta que vi su nombre en su tarjeta del bolso cuando se fue.

Me quedé en silencio.
Mi madre conoció a Lia.
Mi padre cenó con Lia.
Lia cenó con mis padres.

Y yo no puedo evitar sentir algo parecido a... celos. O tal vez algo más profundo. Como si ella hubiera tocado una parte de mi vida que nadie más toca. Y lo hizo con la naturalidad con la que respira.

La convoqué a mi oficina con la excusa de revisar unos informes.

—Así que... tuviste una cena interesante este fin de semana —le dije, sin rodeos.

Ella se encogió de hombros, sonriendo como si no hubiera sido gran cosa.

—Fue casual. Sus padres son encantadores. Me invitaron sin saber quién era yo. No sabía que eran los suyos hasta que los escuché hablar de su hijo... y bueno, los ojos verdes me delataron.

No pude evitar sonreír. Estaba nerviosa, pero no se excusó. No se justificó. Solo fue ella.

Y eso, de alguna manera, me calmó.

La observo diferente desde entonces.
No sé cuándo empezó a gustarme como mujer, pero estoy seguro de que ahora no puedo negarlo. Su manera de hablar con mi madre, de reírse con mi padre, de existir...

Y justo cuando más me cuesta mantenerme al margen, llega el viaje a California.

—Te necesito en la reunión de Sacramento. Volamos esta noche —le dije, evitando su mirada más tiempo del necesario.

—Entendido, jefe. Haré las maletas.

California tiene otro aire. Más fresco, menos riguroso. Como si el tiempo también se tomara vacaciones.

Las reuniones fueron intensas, pero productivas. Ella tomó notas, intervino con dos ideas brillantes y, como siempre, hizo que los socios se sintieran relajados. Tiene ese don.

Y luego, la tarde del segundo día, decidimos separarnos para que cada quien disfrutara un poco del lugar a su modo.

Yo camine por la costa. Me senté a mirar el mar sin pensar demasiado. O intentando no pensar en ella. Pero el destino, o quien sea que maneja los hilos invisibles, tenía otros planes.

La encontré una hora después, sentada en un café frente a la playa, comiendo helado de mango con palillos chinos.

—No preguntes. Me pareció divertido —dijo cuando notó mi expresión.

Me senté frente a ella sin pedir permiso. El mar sonaba de fondo. La tarde se deslizaba entre tonos naranjas y rosados.

—Estás sonriendo —le dije.

—Tú también.

Y era verdad.

Pasamos horas hablando.
De nuestras familias.
De nuestras comidas favoritas.
De los libros que nos cambiaron.
De las veces en que fallamos.

Ella me contó cómo dejó México para empezar de cero. El miedo, la valentía, las lágrimas que nadie vio.

Yo le conté de Valerie.
De la traición.
De cómo construí un muro tan alto que ni yo mismo podía cruzarlo.

Ella no intentó derribarlo.
Solo se quedó al otro lado, sentada, escuchando. Esperando que yo bajara la guardia.

Y lo hice. Sin darme cuenta. Con cada risa suya. Con cada chiste absurdo. Con cada ocurrencia espontánea que hacía que la gente de otras mesas la mirara como si fuera una chispa andante.

Me estaba cautivando.
No por su cuerpo, aunque es hermosa.
No por su trabajo, aunque es brillante.
Sino por cómo me hace sentir menos solo. Menos culpable por seguir adelante.

Cuando la acompañé de vuelta al hotel, no hubo insinuaciones. Ni excusas para alargar el momento. Solo un abrazo suave, uno de esos que no buscan nada más que sostener.

Y me fui a dormir con una sonrisa que no recordaba haber tenido desde hacía años.

Ya no éramos jefe y secretaria.
Solo un hombre y una mujer, lejos del hielo. Dejando que la vida hiciera lo suyo.



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Editado: 23.06.2025

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