Narrado por Lia
Nunca imaginé que algo como esto estaría pasando en Blacksteel Corporation.
Los rumores, los titulares, la tensión en los pasillos… cada día parecía una batalla silenciosa entre lo que se decía y lo que realmente estaba ocurriendo. Y en medio de ese caos, estaba Ethan. El CEO. El hombre fuerte. Pero también el hombre que me abrazó roto, con miedo, y me dijo que me amaba.
No olvido cómo reaccionó aquel día. Cómo explotó sin filtro. Me dolió, claro. Pero no lo tomé personal. Sabía que estaba al borde. Que el peso que llevaba encima era demasiado. Así que lo dejé pasar. Porque entendí que ese grito no venía de él… venía de su miedo.
Durante semanas trabajamos como nunca. Revisamos contratos, salimos al frente de los medios, reorganizamos equipos. Todos, desde el departamento legal hasta los de mantenimiento, sabían que el barco podía hundirse si no remábamos juntos. Y lo hicimos. Ethan lo lideró todo con fuerza y templanza, pero también con la humildad de quien aprendió a no cargar solo.
Finalmente, todo comenzó a aclararse. Los informes técnicos fueron corregidos, las demandas desestimadas, y los inversionistas recuperaron la confianza. La tormenta pasó. Y con ella, la calma volvió a la empresa.
Y entonces, una tarde cualquiera, Ethan apareció en mi oficina con una sonrisa que no le veía hace semanas.
—¿Tienes planes esta noche?
Lo miré con una ceja levantada.
—¿Además de bañarme en burbujas y dormir ocho horas seguidas? No, ninguno.
—Perfecto —dijo entregándome una cajita pequeña—. Usa esto.
Dentro había un collar fino con una pequeña esmeralda en el centro. Simple, elegante… como él.
—¿Qué planeas, Blackwell?
—Celebrar que sobrevivimos. Y agradecer que no lo hice solo.
Narrado por Ethan
Salir de esta crisis fue lo más complicado que me ha tocado vivir como CEO. Pero también fue el momento que me enseñó que no estoy solo, que no tengo que ser siempre el hombre de piedra.
Lia fue mi ancla. Mi fuerza. Su apoyo fue silencioso y constante, como una corriente que empuja hacia adelante sin hacer ruido. Y una noche, mirando todo lo que habíamos logrado, supe que tenía que hacer algo. No por la empresa. Por ella. Por nosotros.
La llevé a uno de mis lugares favoritos en Nueva York. Un restaurante en la terraza de un edificio antiguo, con luces cálidas y vista panorámica. No era ostentoso, solo íntimo. Como quería que fuera esa noche.
Durante la cena, reímos, hablamos de cualquier cosa menos de trabajo. Nos tomamos de la mano como dos adolescentes, y cada vez que la miraba, me preguntaba cómo había vivido tanto tiempo sin ella.
Cuando regresamos a mi apartamento, no hubo silencios incómodos. Solo miradas que decían lo que nuestras bocas aún no expresaban. Cerré la puerta detrás de ella, y al darme la vuelta, ya estaba en mis brazos.
—Gracias por no soltarme —le dije contra su frente.
—Gracias por dejarte amar —respondió ella.
Nos besamos, primero con ternura, luego con más hambre. No fue apresurado ni torpe. Fue como si hubiéramos estado esperando ese momento con cada célula del cuerpo.
Mis dedos recorrían su espalda, y la ropa empezaba a estorbar, deslize mis manos por sus hermosos senos hasta quitarle la blusa que traía puesta, era hermosa, aunque eso ya lo sabia, verla sin ropa era un arte, que solo yo podría ver. Ella temblaba, pero no de miedo. De emoción. Yo también. Sentí que por fin podía tocarla como siempre había querido: no solo con las manos, sino con el alma.
La llevé a la habitación, donde todo fue lento. Íntimo. Verdadero.
Ella también me quito la ropa, estaba nerviosa podía verlo, cuando estuvimos desnudos los dos, nos miramos más de lo que nos hablamos. Nos descubrimos como si cada parte fuera nueva, como si esa fuera la primera vez que alguien nos veía completos.
La acosté sobre la cama, y empeze a besarla con vehemencia, no hubo parte de su cuerpo que no tocara o besara, y me descubrí en ella, en su piel, cuando senti que estaba lista, igual le pregunté:
¿Lista amor?
Y cuando ella dijo que si, entre en ella, sentí que al fin estaba completo, estar en ella era el paraíso y cuando ella dijo mi nombre en voz baja, temblando en mis brazos, supe que ya no había vuelta atrás. Que ese era mi hogar. Que ella era mi hogar.
Esa noche no se trató solo de deseo. Se trató de entrega. De confianza. De amor en su forma más pura.
Al amanecer, ella dormía abrazada a mí, con su cabeza sobre mi pecho y una sonrisa tranquila. Y yo, por primera vez en años, dormí en paz sabiendo que lo tenía todo. Porque la tenía a ella.
Editado: 03.08.2025