Narrado por Lia
Han pasado tres meses desde que me fui de Nueva York. Tres largos meses desde aquella tarde en la que dejé mi renuncia sobre el escritorio de Ethan y me alejé con el corazón destrozado.
Hoy, estoy en Washington. En una casa rodeada de árboles que se visten de otoño, con una chimenea encendida y el aroma de galletas caseras que mamá hornea cada domingo.
Tengo cuatro meses de embarazo. Cuatro meses que me han transformado desde adentro.
Lo más impactante fue la noticia que recibí durante una de las primeras ecografías aquí: no era un solo bebé… eran dos.
Gemelos.
Me reí. Lloré. Me abracé el vientre como si pudieran sentir cuánto los necesitaba.
La verdad es que… casi los pierdo.
A las semanas de llegar, caí en una profunda tristeza. Dejé de comer. Dejé de dormir. Tenía ataques de ansiedad. Soñaba con sus palabras. Con su mirada. Con la forma cruel en la que me trató. El estrés fue tanto que terminé en urgencias, con contracciones prematuras y una advertencia dura de la doctora: si seguía así, podía perderlos.
Y fue ahí donde desperté.
Miré la pantalla del monitor, escuché los dos pequeños latidos. Rápidos, fuertes. Mis bebés luchaban por vivir… ¿y yo me iba a rendir?
No.
No más lágrimas por alguien que eligió dudar de mí.
Mis hijos merecían más. Yo también.
Desde entonces, me enfoqué en sanar. En comer bien. En hacer caminatas suaves con mamá. En hablar con papá sobre negocios y dejarme mimar como nunca antes.
Mis padres se volcaron por completo a apoyarme. Mamá me acompañaba a cada cita médica. Y mi papá me llenaba de libros sobre crianza, y hasta armó la cuna con sus propias manos. El cuarto de los bebés se llenó de colores neutros, peluches, pañales y amor.
Y entonces, llegó noviembre.
Fue un parto anticipado, pero con control médico todo salió bien. Nunca olvidaré el momento en que escuché sus llantos por primera vez. Mis lágrimas no eran de dolor, eran de alegría, de vida.
Tenía a mis hijos en brazos.
Dos pequeños milagros.
El primero, con mi mirada gris y su cabello oscuro, espeso, rebelde. El segundo, con mi cabello castaño dorado y esos ojos verdes… como esmeraldas. Los ojos de su padre.
No pude evitar sonreír entre lágrimas. Mis bebés habían heredado lo mejor de cada uno.
—Bienvenidos al mundo, mis valientes —susurré entre susurros y caricias—. Prometo que siempre tendrán amor. Prometo que nunca les faltará lo esencial. Y si algún día conocen a su padre… será bajo mis condiciones. Porque yo los protegeré. Como nadie lo hizo por mí.
Los abracé contra mi pecho, cerrando los ojos.
Había sobrevivido a la tormenta.
Y ahora… estaba lista para ver crecer la luz que había nacido dentro de mí.
Editado: 03.08.2025