Narrado por Lia
Han pasado cuatro años desde aquel día en que salí de su oficina con el corazón hecho trizas y una nueva vida creciendo dentro de mí.
Cuatro años desde que decidí no mirar atrás. Cuatro años desde que me convertí en mamá de dos milagros que me devolvieron las ganas de vivir.
Mis hijos tienen ya cuatro años. Son pura energía, ternura y risas. El mayor, Leo, tiene mis ojos y el cabello oscuro de su padre. El menor, Ian, tiene mi cabello castaño dorado y los ojos verdes más intensos que he visto… tan parecidos a los suyos que duele.
Pero ya no duele tanto. O al menos, no como antes.
Ethan Blackwell nunca vino. Nunca llamó. Nunca quiso conocerlos. Nunca quiso saber si eran suyos, si respiraban, si tenían sus ojos, su risa… su sangre.
Y ellos… nunca preguntaron por su padre. Y no porque no les falte algo. Sino porque no conocen el vacío. Porque me tienen a mí. Porque tienen a mis padres, que se han volcado completamente en criarlos, amarlos, mimarlos.
Mi mamá se volvió la abuela consentidora por excelencia, la que hace los mejores panqueques del mundo. Y papá… bueno, él se convirtió en el héroe de mis hijos. Siempre tiene tiempo para jugar, para llevarlos a pasear, para contarles historias de cuando “era un guerrero de negocios”.
Y yo… yo soy la mamá que corre tras ellos, que cura raspones, que da abrazos infinitos y que cada noche les lee cuentos hasta que se quedan dormidos.
No ha sido fácil. Hubo días donde no podía más. Noches en las que lloré mientras los acunaba. Momentos donde pensé que me quebraría. Pero no lo hice. Porque los tenía a ellos. Porque los tengo a ellos.
Estoy trabajando en la empresa de papá. Al principio, me negué. No quería mezclar lo personal con lo profesional. Pero él, con esa ternura y astucia que lo caracteriza, supo convencerme. Y ahora, soy jefa de proyectos internacionales. Me gusta lo que hago. Me gusta quién soy.
Y lo más importante… ya no espero por Ethan.
Ese amor que una vez me ilusionó, que me hizo volar y luego me hizo caer… ya no vive en mí. O al menos, no como antes. Ya no duele pensar en él. Ya no lo culpo. Ya no lo odio. Lo recuerdo, sí. Pero con la claridad de quien sabe que lo que pasó, tenía que pasar.
Gracias a él, tengo lo mejor de mi vida.
Mis hijos.
Y eso… es lo único que realmente importa.
Editado: 03.08.2025