Nuevas curvas para el Ceo

CAPÍTULO 47 — EL CORAZÓN NO OLVIDA

Narrado por Ethan

Las palabras de Lía siguen repitiéndose en mi cabeza como un eco que no se apaga. Me lo merezco. Cada una. Ella fue dura, sí. Pero fue justa.

Porque aunque intenté convencerme de que ya la había sacado de mi vida, lo cierto es que no. Cerré mi corazón hace años, es verdad. Pero cometí el error más tonto de todos: lo cerré con ella aún dentro.

La perdí. Y no por el destino, ni por un malentendido. La perdí por mis palabras, por mi orgullo, por mi ceguera. La herí de la peor manera posible. Dudé de su amor, de su lealtad. Dudé de la mujer más valiente y sincera que he conocido.

Y ahora, no solo he perdido al amor de mi vida… también me perdí los primeros años de mis hijos.

Gemelos. Tengo gemelos. Dos hijos que no he abrazado, que no he visto reír ni llorar. Que no saben quién soy.

Pero Lía… aún después de todo, me dio la oportunidad de conocerlos. Bajo sus condiciones, claro. Y tiene todo el derecho. Yo ya no espero segundas oportunidades con ella. Pero sí quiero merecer la oportunidad de ser su padre.

Estoy nervioso. Algo que no sentía desde hace años. Pero no es miedo al rechazo… es miedo a no estar a la altura. A que me miren y no vean a un papá, sino a un extraño.

Cuando llegué a la casa de los padres de Lía, mis manos sudaban. Cristina me recibió con una sonrisa serena y me llevó al jardín.

Allí estaban.

Dos pequeños jugando entre árboles y flores. Uno con el cabello negro como el mío, los ojos grises de su madre. El otro con rizos castaños y esos ojos verdes que son mi reflejo.

Mi corazón se paralizó.

Cristina los llamó con suavidad:

—Niños, vengan un momento. Hay alguien que quiere conocerlos.

Los dos corrieron hacia nosotros con esa energía imparable que solo tienen los niños.

—Hola —dije con un nudo en la garganta.

—¿Tú quién eres? —preguntó el de ojos verdes, curioso.

Me agaché a su altura, respirando profundo.

—Soy Ethan… y soy su papá.

Se miraron entre ellos, sorprendidos. Luego, el más pequeño, el de ojos grises, dio un paso adelante.

—¿Nuestro papá de verdad? Mamá dijo que tal vez un día vendrías.

Asentí, con los ojos nublados.

—Sí. Y lamento no haber venido antes.

Entonces, sin aviso, se abalanzaron hacia mí. Un abrazo torpe, fuerte, puro. Y mi mundo, ese que había estado en ruinas por tanto tiempo, comenzó a reconstruirse en ese instante.

Lloré. Lloré como nunca antes. Porque ellos no me juzgaron. No me gritaron. Solo me abrazaron.

Y por primera vez en años… sentí que aún podía ser algo más que mi error.




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