Narrado por Ethan
Pasar del miedo a la plenitud en cuestión de segundos… eso solo puede pasar cuando miras a los ojos a tus hijos por primera vez.
Desde que los abracé, no he podido dejar de mirarlos. Son tan distintos, y al mismo tiempo tan iguales. Uno más calmado, observador, con una sonrisa traviesa que parece esconder mil ideas. El otro, inquieto, curioso, lleno de preguntas, con una energía que me recuerda a mí de pequeño… antes de convertirme en ese adulto frío que creía haber perdido la capacidad de amar.
El de ojos verdes se llama Ian. Y el de ojos grises, Leo. Dos nombres hermosos. Dos mundos enteros nacidos del mismo amor que yo, estúpidamente, rechacé.
Pasamos la tarde jugando en el jardín. Me preguntaron si sabía construir fuertes de almohadas, si alguna vez atrapé ranas o si sabía volar cometas. Les conté historias de cuando era niño, de cómo jugaba con mi padre en el campo, y cómo una vez terminé atrapado en un árbol tratando de rescatar a un gato que no era nuestro.
—¿Y te caíste? —preguntó Ian con los ojos bien abiertos.
—Sí. Y desde entonces, respeto mucho a los gatos. —Ambos rieron con una alegría tan pura que me dolió el pecho. De alegría. De nostalgia. De amor.
Llevaban puestos pequeños suéteres con dinosaurios. Uno tenía una manchita de jugo en la manga. El otro, los cordones desatados. Me parecía tan increíblemente hermoso cada detalle. No quería perderme ni un segundo más de su vida.
Nos sentamos a merendar en el jardín. Les llevé unos muffins de arándanos —porque recordaba que a Lía le gustaban— y resultó que también eran los favoritos de los niños. Cosas del destino, supongo.
En un momento, Elías se me acercó, con la boca llena de miga y los dedos pegajosos.
—Papá, ¿te vas a quedar ahora?
La palabra “papá” dicha por él… fue como si el mundo se detuviera.
Lo miré a los ojos, con todo el amor que mi pecho podía contener.
—Sí, hijo. Esta vez me quedo.
Narrado por Lía
Desde la ventana del comedor, los miré. Mi corazón estaba apretado, pero no de tristeza. Era una mezcla de alivio y emoción. Por años imaginé ese momento. A veces con rabia, otras con esperanza. Pero nunca pensé que se vería así de real, así de bello.
Ethan estaba sentado en el césped, con los niños subiéndole por la espalda, haciéndole preguntas sin parar. Y él, paciente, riendo. Vi una sonrisa en su rostro que no le conocía. Una sonrisa sin sombra. Una sonrisa que nacía desde el alma.
Y entonces supe que, al menos para mis hijos… había tomado la decisión correcta.
Tal vez entre nosotros ya no haya un futuro, pero ellos sí merecían conocer el pasado que les dio vida.
Y por primera vez en mucho tiempo, me sentí en paz.
Editado: 03.08.2025