Ethan está... diferente. No de una forma abrumadora, sino en esos gestos pequeños que siempre marcan la diferencia.
Una flor sobre mi escritorio sin nota. Una taza de café exactamente como me gusta, servida antes de que yo pudiera prepararla. Un “te ves hermosa hoy” dicho con un susurro tímido cuando creía que nadie escuchaba.
Y mis hijos… Dios, mis hijos están raros también. Se sonríen entre ellos cuando estoy con Ethan, como si compartieran un secreto. Y sí, estoy segura de que lo hacen.
Algo están tramando. Lo sé.
La primera vez que encontré una servilleta en mi bolso con un dibujo de nosotros: Ethan, los gemelos y yo, de la mano, bajo un sol sonriente, creí que era solo uno de sus juegos de niños. Pero luego aparecieron más dibujos, más notas, pequeños gestos que no podían ser coincidencia.
Ethan me mira con ojos que ya no tienen culpa… sino esperanza.
Yo no soy ingenua. Sé lo que pasó. No olvido. Pero tampoco puedo ignorar que el hombre que tengo ahora frente a mí no es el mismo que me rompió. Es uno que parece querer repararme, aunque no sepa por dónde empezar.
Mis hijos lo adoran. Lo buscan, lo abrazan. Se sienten seguros con él, como si nunca se hubiera ido. Y a veces me sorprendo… deseando que esto funcione. Que podamos ser eso que ellos dibujan una y otra vez: una familia.
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