Narrado por Lía
Ethan me invitó a salir. No como padre de mis hijos. No como jefe. Solo como… Ethan. Como antes.
Acepté. No supe por qué, pero lo hice. Tal vez porque ya no me siento tan incómoda con su presencia. Tal vez porque lo veo esforzarse, o porque me siento diferente cuando me mira como si aún me encontrara fascinante.
Fuimos a un pequeño restaurante italiano. Nada lujoso. Nada pretencioso. Solo una mesa en la terraza, velas sencillas y una botella de vino tinto.
—¿Recuerdas la primera vez que cenamos juntos? —le pregunté.
—Claro —dijo sonriendo—. Tú pediste tres postres distintos y dijiste que no ibas a compartir ninguno.
Reí. Reí con ganas.
—Porque no se comparte el postre —contesté entre carcajadas—, ¡es una regla de oro!
La charla fue ligera, cómoda. Me sentí bien. A gusto. Como si el peso de todo lo que fuimos no doliera tanto. Me permití bromear, ser yo. Hacerlo reír. Y lo logré. Dios, cómo me encanta hacerlo reír.
Me contó de sus proyectos en la empresa, de cómo se siente más en paz ahora que está cerca de los niños. Me escuchó cuando hablé de mis ideas, de los libros que quiero escribir, de los dibujos que los gemelos hacen todo el tiempo.
—¿Y tú? —preguntó en un momento—. ¿Estás feliz?
Lo pensé unos segundos.
—No estoy rota. Y eso ya es un avance —dije con una sonrisa melancólica.
Nos quedamos en silencio un momento, solo mirándonos.
Ya no lo odio. Esa es la verdad. Pero tampoco lo amo. No todavía. No como antes.
Lo que significa que… todo puede pasar.
Salimos del restaurante y caminamos sin rumbo fijo. El clima era perfecto, el cielo despejado y nuestras sombras caminaban juntas bajo las luces de la ciudad. Sin planearlo, nuestras manos se rozaron. Y por un segundo, no nos soltamos.
—Gracias por aceptar venir conmigo —murmuró Ethan.
—Gracias por invitarme —respondí con suavidad.
Nos reímos de cosas pequeñas. De un gato que saltó inesperadamente entre los basureros. De un vendedor de globos que casi se cae por correr detrás de un globo escapado. Fue… fácil. Fue natural.
En la puerta de mi edificio, él se despidió sin presionar nada más. Solo un "buenas noches" y una mirada cálida que me hizo sentir joven otra vez, viva otra vez.
Y cuando subí a mi apartamento, me sorprendí sonriendo como una tonta frente al espejo.
No lo odio.
No lo amo.
Pero lo estoy empezando a ver… con nuevos ojos.
Editado: 03.08.2025