Nuevas curvas para el Ceo

CAPÍTULO EXTRA — LOS OJOS DE MIS PADRES

Narrado por Ethan

Hay días que nunca se borran de la memoria, aunque uno desearía arrancarlos de raíz. El día en que lastimé a Lía es uno de ellos. Recuerdo cómo, con cada palabra fría y dura que le dije, me iba alejando no solo de ella, sino de la persona que alguna vez fui. Me estaba volviendo un hombre que no reconocía. Y mis padres lo notaron.

Una noche, mientras cenábamos en silencio, mi madre dejó los cubiertos a un lado y me miró fijamente:

—Ethan, ¿qué te pasa? —preguntó con voz firme, sin rodeos—. Se te ve distinto, apagado. Y sabemos que es por Lía.

Mi padre asintió, con ese gesto serio que siempre me hacía sentir como un niño otra vez.

Yo, lleno de orgullo y rabia contenida, les conté mi versión de lo que había pasado con Lía, la mentira que yo mismo me había convencido de creer. Les hablé de mi desconfianza, de cómo me sentía traicionado.

—Hijo, no suena como Lía —dijo mi madre, negando con la cabeza—. Tienes que hablar con ella. Dejar que te lo explique.

—No quiero escuchar nada —respondí, seco, con una dureza que hoy me avergüenza.

Ellos se miraron entre sí, decepcionados. Yo, en mi dolor, me negué a escuchar. Ahora desearía haberlo hecho. Ese fue mi primer error: cerrar mis oídos a quienes más me amaban.

El tiempo pasó, y las consecuencias llegaron. Cuando Lía se fue, cuando me dijo que, si algún día estaba listo, me permitiría conocer a nuestros hijos, sentí que el mundo se me caía encima. Me estaba desmoronando por dentro, y en un intento de no explotar, fui con mis padres, esperando encontrar consuelo.

—Ella está embarazada —les confesé con la voz quebrada—. Pero se va. Dice que cuando esté listo podré conocerlo.

Esperaba apoyo, una palmada en la espalda, que me dijeran lo que quería oír. Pero lo que recibí fue otra cosa.

—¿Qué hiciste, Ethan? —dijo mi padre, y su voz sonaba más dolida que enojada.

—Si no hablas con ella, vas a perder a tu hijo, y nosotros a nuestro nieto —añadió mi madre, con lágrimas en los ojos—. ¡No te criamos para que destruyeras tu vida de esta manera!

Sus palabras me golpearon más fuerte que cualquier reproche. Yo esperaba que se pusieran de mi lado, que me justificaran, pero no lo hicieron. Al contrario, me hicieron ver que estaba cavando mi propia tumba. Me dolió tanto que decidí distanciarme de ellos. Para mí era insoportable sentir que me daban la espalda… aunque en el fondo, sé que lo que hicieron fue intentar salvarme de mí mismo. El tiempo avanzó, y mi condena creció. Años después, cuando me reencontré con Valerie y ella, con esa sonrisa cruel, me confesó toda la verdad, el peso de la realidad cayó sobre mí como una avalancha.

Rabia, impotencia, dolor, desesperación… todo se mezclaba en mi pecho. No podía respirar. No podía pensar. Solo podía recordar cada advertencia de mis padres, cada palabra que deseché, cada oportunidad que desperdicié.

Ellos también lo notaron. Mi madre me miró como cuando era niño y venía llorando después de una caída, con la misma mezcla de ternura y firmeza.

—Hijo, ¿qué sucede? —me preguntó.

No pude más. Les conté todo. La verdad, la traición de Valerie, mi error al no confiar en Lía. Les confesé mi miedo de que fuera demasiado tarde. Y entonces, quebrado, hice lo único que podía: pedirles ayuda.

—Ayúdenme a buscarlos. A buscarla. A encontrar a mi hijo. No puedo hacerlo solo.

Mi padre me puso una mano en el hombro, fuerte, como si quisiera traspasarme parte de su entereza.

—Por fin lo entendiste, Ethan. Vamos a ayudarte. Pero escucha bien: esta vez no puedes fallarles.

Ese día comprendí que mis padres nunca me habían abandonado. Yo los había apartado. Y aun así, seguían ahí, dispuestos a tenderme la mano.

Después de aquel día en que supliqué a mis padres que me ayudaran a buscar a Lía, el destino me dio lo que tanto había anhelado y temido a la vez: los encontré. Y no era solo uno… eran dos. Tenía dos hijos.

Recuerdo la primera vez que se los conté a mis padres.

—No es uno… son gemelos —les dije con un nudo en la garganta, sin poder evitar que la emoción me quebrara la voz.

Mi madre llevó ambas manos a su boca, los ojos brillando de lágrimas.

—¿Dos? —repitió, casi sin poder creerlo—. ¡Oh, Ethan! —y me abrazó con una fuerza que solo una madre puede tener, como si quisiera contener en ese gesto toda la felicidad que no había podido darme antes.

Mi padre, serio como siempre, parpadeó varias veces intentando disimular la emoción. Finalmente, sonrió de esa forma sobria que lo caracterizaba.

—Doble responsabilidad, hijo… pero también doble bendición —dijo, dándome una palmada en la espalda—. No sabes lo feliz que nos haces.

Sentí que por fin, después de tanto dolor, algo empezaba a encajar.

Con el paso de los días, pude comenzar a tener una relación con mis hijos. Cada instante con ellos era un regalo: sus risas, sus preguntas, la manera en que poco a poco me aceptaban en su mundo. Les contaba todo a mis padres: cómo uno era más inquieto que el otro, cómo competían entre sí, cómo me agotaban y al mismo tiempo me llenaban de vida.




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