La vida es cruel.
Las personas son crueles.
Y nuestra propia mente puede ser nuestro peor verdugo.
En mitad de la nada, sin nadie a quien aferrarme, vivo en un pequeño pueblo perdido en una isla olvidada por el mundo. No hay más civilización que este rincón de tierra cercado por el océano. Aquí, en la casa de una mujer despiadada, sufro día tras día. Me golpea sin motivo, sin piedad. Mi cuerpo es un mapa de cicatrices y moretones, recuerdos de un castigo que nunca merecí.
Todo comenzó cuando tenía solo ocho años. Un suceso lo cambió todo. Mi vida, mi familia... todo desapareció.
Ahora, no queda nada de aquello. Solo el rencor de un pueblo que me odia.
Todos me desprecian. Todos, excepto una anciana que, en su infinita bondad, me ha cuidado en silencio durante este tiempo. ¿Por qué me odian? La respuesta es simple. Creen que maté a mi familia. Y peor aún, están convencidos de que estoy maldita. La superstición se ha quedado en sus mentes como una plaga, y yo me he convertido en la paria de la isla.
Mi ropa está siempre sucia, a veces manchada de sangre. Mis manos, ocultas bajo vendajes, esconden una verdad que no quiero compartir con nadie.
El día comenzó como cualquier otro. La señora Hisayo me despertó a gritos, exigiendo que recogiera frutas del monte para la comida. Antes de que pudiera reaccionar, me empujó fuera de la casa y lanzó un cubo de metal. El golpe seco contra mi cabeza me arrancó un pequeño gemido de dolor.
Me llevé la mano a la frente. Estaba húmeda. Al mirarla, la sangre teñía mis dedos de rojo oscuro.
Sin protestar, me dirigí al pozo cercano, subí un cubo de agua y me lavé la herida. Luego, saqué un viejo pañuelo del bolsillo y lo até alrededor de mi cabeza, intentando detener el sangrado.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que no estaba sola.
A poca distancia, un grupo de extraños observaban la escena en completo silencio. Eran forasteros. Habían llegado en un barco y este lo ocultaron en la costa. Algunos se quedaron a bordo, mientras que el resto exploraba la isla.
No tardaron en presenciar mi desgracia.
Yo, con la vista baja, aún adolorida por el golpe, caminé sin prestar atención y choqué contra uno de ellos.
—L-lo siento... —me apresuré a decir, inclinando la cabeza repetidamente en señal de disculpa, sin atreverme a mirarlos a los ojos.
Mi corazón latía con fuerza. Estaba aterrada. Intenté continuar mi camino, pero entonces, una voz enérgica rompió el silencio.
—¡Soy Luffy y estos son mis nakamas! ¿Y tú? —preguntó con una gran sonrisa en el rostro.
Me detuve. Lo miré sin comprender.
—Ah... —suspiré con cansancio—. Sois viajeros... No os conviene hablar conmigo. Podríais meteros en problemas.
Dicho eso, bajé la mirada y me giré para irme.
—¡Espera! —intervino una voz más chillona.
Era un pequeño reno de nariz azul. Se acercó a mí con pasos cautelosos, con una expresión preocupada.
—Agáchate un poco, por favor —me pidió con amabilidad en su tono.
Dudé por un momento, pero hice lo que me pidió.
Estiró sus brazos, intentando retirar el pañuelo de mi cabeza para revisar la herida. En cuanto entendí sus intenciones, me aparté rápidamente.
—N-no... Estoy bien. Solo es un corte.
Fue lo único que dije antes de alejarme, dejando al grupo confundido.
No tardó en aparecer un anciano del pueblo, que había observado toda la escena desde la distancia.
Se acercó a los forasteros y, con voz grave, les advirtió:
—Esa chica está maldita. Es una asesina. No volváis a relacionaros con ella si no queréis problemas con el pueblo.
Los miró fijamente por un instante y luego añadió:
—Bienvenidos a nuestra isla. Tened cuidado.
Dicho eso, el anciano se marchó, dejando tras de sí un silencio pesado y muchas preguntas sin respuesta.
****
Perplejos, los miembros de la tripulación se quedaron en silencio, observando cómo la chica se alejaba. No dijo nada más. Solo bajó la cabeza y desapareció entre las sombras del pueblo.
—No creo que sea mala... —murmuró Chopper con preocupación.
—Pero algo extraño ocurre en este lugar —dijo Robin con su mirada afilada recorriendo la aldea.
El grupo intercambió miradas, pero decidieron no insistir en el tema por ahora. En lugar de ello, continuaron explorando la isla, interactuando con los habitantes, recorriendo los estrechos callejones de aquel pueblo que parecía atrapado en el tiempo. Examinaron los pequeños puestos de venta, probaron la comida local y observaron con atención los rostros de las personas. Había algo en el aire, una tensión invisible, como si cada sonrisa ocultara un secreto, como si las paredes susurraran algo que nadie quería escuchar.
Las horas pasaron. La luna ascendió en lo alto del cielo, tiñendo el mar con su reflejo plateado. Decidieron que era hora de regresar al Sunny para cenar y descansar. Entre risas y bromas, la tripulación caminaba por la playa, dejando sus huellas en la arena húmeda. Sin embargo, no todos compartían la misma alegría.
Zoro no había dicho una sola palabra en toda la tarde.
Mantenía la mirada fija en el horizonte, su expresión era tensa, su postura rígida. Algo lo mantenía atrapado en sus pensamientos. Pero nadie había querido mencionarlo hasta ahora.
Sanji, que iba charlando animadamente con Nami y Robin, no pudo resistirse a la tentación de soltar algún comentario para molestar al espadachín. Fue una tontería, una burla más entre tantas. Pero esta vez, Zoro no respondió con su usual gruñido de fastidio.
Se detuvo en seco.
Sanji apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando sintió que su brazo era atrapado con fuerza.
—¿Eh? —El cocinero frunció el ceño—. Oye, marimo, ¿quieres pelea? ¡Suéltame!
Zoro no dijo nada. Sus dedos se aferraban al brazo de Sanji con tal fuerza que sus nudillos estaban blancos.
—¡Te estoy hablando, idiota! —insistió Sanji, comenzando a molestarse—. ¿Qué rayos te pasa ahora?
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Editado: 03.04.2025