El vaivén constante del barco ya se había convertido en una sensación familiar, una que, en cierto modo, encontraba reconfortante. El viento fresco y salado soplaba contra mi rostro mientras caminaba distraídamente por la cubierta, observando el mar infinito que nos rodeaba. Nos habíamos marchado de la isla medieval hacía un par de horas, dejando atrás sus calles empedradas y sus casas de madera oscura. Sin embargo, aunque físicamente ya no estaba allí, mi mente aún se hallaba atrapada entre sus muros, en aquella casa misteriosa, en las palabras crípticas del anciano y en el papel que no entendía.
Caminé un poco más, intentando distraerme, cuando vi una figura familiar apoyada contra la barandilla del barco, mirando el horizonte con su expresión calmada. Law.
Me acerqué sin prisa, cruzándome de brazos mientras me apoyaba a su lado.
—No te vi mucho en la isla —comenté, con curiosidad.
Él giró ligeramente la cabeza hacia mí, sin parecer particularmente interesado en la conversación.
—No tenía ganas de pasear —respondió con su tono despreocupado de siempre.
Fruncí el ceño y solté una pequeña risa sarcástica.
—Eres un aburrido, Law.
Él se encogió de hombros.
—Eso dices tú.
Rodé los ojos, sin obtener más respuesta de él. Law no era alguien que diera explicaciones innecesarias, y tampoco me molesté en insistir. Sus razones tendría, aunque no dejaba de parecerme extraño que hubiera permanecido en el barco todo el tiempo.
Los días pasaron, y con ellos mi inquietud creció. A escondidas, cuando nadie me veía, sacaba aquel pedazo de papel arrugado y lo observaba con detenimiento, como si por arte de magia fuese a comprender lo que decía. Pero no. Seguía siendo un conjunto de símbolos ininteligibles para mí. Lo giraba, lo miraba a contraluz, intentaba recordar cada trazo. Nada.
La frustración crecía en mi pecho como una espina clavada. Sabía que Robin era la única persona en el barco que posiblemente podría descifrarlo, pero el anciano había sido claro: no debía contárselo a nadie. ¿Y si lo hacía? ¿Y si ponía en peligro a alguien?
Esa duda me carcomía más que cualquier otra cosa.
La idea de que mi hermano pudiera estar vivo me atormentaba de una manera que no podía explicar. Lo había visto morir. O al menos, eso creía. Pero si realmente estaba vivo, si había una mínima posibilidad de que todo fuera verdad... entonces, ¿qué significaba eso? ¿Dónde había estado todo este tiempo? ¿Por qué nunca me había buscado? Tal vez él también pensaba que yo estaba muerta.
Sin darme cuenta, mi sueño volvió a descontrolarse. Las primeras noches simplemente me costaba conciliarlo, pero después comencé a despertarme en mitad de la madrugada, inquieta, con la mente llena de pensamientos y teorías. Me quedaba en la cubierta, mirando el cielo, tratando de encontrar respuestas donde no las había.
Al principio, nadie pareció notarlo. Pero con el pasar de los días, mi ánimo se deterioró. No tenía la misma energía de siempre. Me costaba reírme con las tonterías de Luffy y Usopp, no tenía ganas de entrenar con Zoro, ni siquiera el aroma de la comida de Sanji lograba animarme como antes.
Y ellos lo notaron.
Zoro, en particular, pareció ser el primero en percatarse de mi cambio y no tardó en confrontarme.
—¿Qué te pasa? —me preguntó un día, sin rodeos, con los brazos cruzados y su mirada afilada sobre mí.
Yo, que no estaba de humor para responder preguntas, suspiré y me di la vuelta, queriendo evitar la conversación.
—Nada —respondí, sin ganas de hablar.
Pero él no se dejó engañar.
—No es "nada" —insistió—. Llevas días rara. Apenas duermes, apenas hablas.
Bufé, molesta.
—¿Y desde cuándo te importa tanto lo que hago?
Zoro frunció el ceño, visiblemente irritado.
—Desde que empezaste a actuar como si estuvieras cargando el peso del mundo sola.
Su tono serio me hizo hervir la sangre.
—¿Y qué? —solté, girándome bruscamente hacia él—. ¿Desde cuándo tengo que explicarte todo lo que me pasa? ¿Por qué siempre estás encima de mí? Al resto no los presionas tanto.
Zoro se quedó en silencio un momento, sorprendido por mi reacción. Pero pronto su rostro se endureció.
—Porque al resto no los veo con cara de que están a punto de romperse —espetó.
Su respuesta me tomó desprevenida, y por un segundo, me quedé sin palabras. Pero la rabia, la frustración y el agotamiento pudieron más.
—Déjame en paz, Zoro. No quiero hablar.
Y con eso, me alejé de él, dejando la conversación en el aire.
No volvimos a dirigirnos la palabra en lo que quedaba del día. Ni al día siguiente. Sentía su mirada sobre mí a veces, pero yo lo ignoraba. No quería enfrentarme a más preguntas, ni a más preocupaciones. No quería que nadie intentara resolver lo que yo misma aún no entendía.
Pero una noche, cuando me desperté de nuevo sin poder dormir, lo vi.
Estaba sentado en la cubierta, afilando sus espadas como de costumbre. No me vio de inmediato, pero cuando me acerqué, levantó la mirada.
No dijo nada.
Yo tampoco.
Hasta que, finalmente, suspiré y me senté a su lado, abrazando mis piernas.
—Lo siento —murmuré, después de un largo silencio.
Zoro no respondió al instante, pero tampoco apartó la mirada.
—No estoy pasando por un buen momento —admití, sin querer mirarlo directamente—. Mi cabeza no deja de darle vueltas al pasado... y no sé qué hacer con eso.
Zoro dejó su espada a un lado y me miró con más atención.
—Entonces dilo —dijo, como si fuera lo más simple del mundo.
Fruncí el ceño.
—¿Decir qué?
—Que no sabes qué hacer —repitió—. No tienes que resolverlo sola.
Sus palabras me hicieron sentir más vulnerable de lo que me gustaría admitir. Bajé la mirada, sintiéndome pequeña.
—No puedo contarlo —murmuré, casi para mí misma—. No aún.
Zoro no insistió más, y eso me gustaba de él. Solo asintió con la cabeza y , por primera vez en todo este tiempo, acarició mi cabeza con suavidad y cariño.
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Editado: 03.04.2025