Nuevo Miembro En La Tripulación - Terminada

Capítulo 59

El tiempo pareció detenerse en el instante en que vi a Miyu llevarse la mano a la empuñadura de su katana. Mi mirada alternaba entre la espada que sostenía aquel soldado y la suya, idénticas en cada detalle, como si hubieran sido forjadas por la misma mano y destinadas a encontrarse en este preciso momento. Pero lo que realmente me hizo tensarme fue la forma en que la carne de su enemigo se ennegrecía, como si la espada lo estuviera devorando desde dentro. No podía dejar que ella hiciera lo mismo, no cuando no sabíamos nada de aquella maldita arma.

—¡No la desenvaines! —grité con toda la fuerza de mis pulmones, pero fue demasiado tarde.

El soldado aprovechó mi distracción y se lanzó contra mí con la intención de atravesarme. No había margen para bloquearlo, no tenía forma de esquivar sin recibir un golpe fatal. Fue en ese momento cuando Miyu, ignorando mi advertencia, sacó la espada de su vaina y un destello azul iluminó todo el campo de batalla. Sentí un calor abrasador recorrer el lugar, una corriente de energía tan intensa que incluso los soldados que nos rodeaban se vieron obligados a retroceder, protegiéndose los ojos del resplandor. Las llamas azules brotaron de sus brazos como serpientes vivas, entrelazándose con la hoja de la katana en un espectáculo que nunca antes habíamos visto. Pero no fue solo eso.

Detrás de ella, aquel pequeño zorrito que nos había mostrado alguna que otra vez la acompañaba, Kuro, se alzó en toda su magnificencia. Ya no era el mismo animal que había visto jugueteando en sus hombros. Ahora era una bestia imponente de al menos tres metros de altura, con nueve colas agitándose con furia, sus ojos reflejaban la misma intensidad azulada que el fuego de Miyu. Su rugido resonó en el aire como un trueno, haciendo temblar el suelo bajo nuestros pies. Los soldados se quedaron paralizados, algunos con la boca abierta, otros tambaleándose sin saber si correr o enfrentarse a lo que tenían delante. Pero ni Miyu ni Kuro les dieron tiempo de reaccionar.

En un abrir y cerrar de ojos, ambos se lanzaron al ataque, moviéndose con una velocidad y una precisión aterradora. La espada de Miyu cortaba el aire con un silbido mortal, las llamas dejaban un rastro en su estela, y cada golpe era acompañado por la brutalidad de Kuro, que derribaba a los soldados con la facilidad de quien aparta hojas secas del suelo. La batalla, si es que podía llamarse así, terminó en cuestión de segundos. Los cuerpos de los militares yacían en el suelo, inconscientes, sin que ninguno de ellos hubiera tenido siquiera la oportunidad de defenderse. Fue... increíble.

Cuando el último de ellos cayó, me apresuré a correr hacia ella. Su respiración era entrecortada, gotas de sudor resbalaban por su frente y, justo cuando di un paso más, sus piernas cedieron y cayó de rodillas. Me arrodillé a su lado, sujetándola antes de que pudiera desplomarse por completo.

—¡Oye! —llamé su atención con firmeza—. ¿Estás bien?

Ella alzó la mirada, sus ojos seguían brillando con ese resplandor azul, pero su expresión era serena, aunque agotada. Asintió con la cabeza y yo solté un suspiro de alivio. No parecía haber sufrido daños, pero estaba claro que había gastado toda su energía en esa demostración de poder.

Mientras me aseguraba de que se mantuviera estable, el resto de la tripulación aprovechó la oportunidad para liberar a los prisioneros. Los gritos de júbilo y las lágrimas de alivio llenaron el ambiente mientras Nami y Robin abrían las esposas de los esclavos, Law atendía a los heridos y Luffy, con su energía inagotable, animaba a todos como si ya hubiéramos ganado.

Pero mi atención estaba en otra cosa. En el suelo, junto al cuerpo de aquel soldado que había intentado matarme, estaba la katana. Idéntica a la que Miyu había desenvainado, cada detalle de la empuñadura, la curvatura de la hoja, era exactamente el mismo. Y, sin embargo, no sentía el mismo ardor que había visto en él cuando la sostenía. Extendí la mano y la cogí. No pasó nada. No sentí ningún dolor, ninguna energía maligna tratando de consumir mi carne. Nada.

Fruncí el ceño, observando la hoja con detenimiento. Entonces, ¿por qué ese hombre había terminado con el brazo necrosado? Volví la mirada a Miyu, que aún se apoyaba en mí, tratando de recuperar el aliento.

Tal vez... no podía ser coincidencia. Tal vez esa espada y la suya eran más que simples armas gemelas. Tal vez tenían algún tipo de conexión con nosotros y nuestra sangre de espadachines puros.

Sacudí la cabeza, descartando la idea por el momento. No era el momento de pensar en eso. Guardé la katana con la intención de investigarla más tarde y me centré en lo importante: salir de ahí.

Una vez que todos los prisioneros fueron liberados y nos aseguramos de recoger algunas provisiones, emprendimos el regreso al barco. El aire fresco de la noche nos envolvió cuando dejamos atrás las murallas de aquel infierno, y por primera vez en horas sentí que podía respirar con tranquilidad. Pero no por mucho tiempo.

Quedaba un último muro en aquella isla. Uno que hasta ahora no habíamos explorado.

—Zoro —la voz de Nami me sacó de mis pensamientos. Me giré hacia ella y vi que tenía un mapa en las manos, su expresión era grave—. Hay algo que debes saber.

Me acerqué, observando el mapa que había desplegado. Era un dibujo antiguo de la isla, con tres segmentos bien marcados.

—Esto es lo que descubrí mientras buscábamos información —continuó—. Esta isla no es cualquier lugar. Es una de las más antiguas del mundo, conocida por haber sido la cuna de los espadachines legendarios. Hace siglos, aquí se forjaban las mejores katanas y se entrenaban a los guerreros más fuertes. Pero con el tiempo, la isla fue dividida en tres segmentos por razones que aún no conocemos.

Mis ojos recorrieron los trazos del mapa, tratando de imaginar cómo había sido aquel lugar en su época de gloria. Entonces, Nami dijo algo que hizo que todo mi cuerpo se tensara.




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