Tres días más pasaron, y cada tarde, sin falta, Zoro y yo subíamos hasta la tumba de nuestros padres. Aunque aquella primera vez sus espíritus se manifestaron, desde entonces no volvimos a verlos, pero ambos intuíamos que, de algún modo, nos escuchaban. Así que hablábamos. Les contábamos sobre lo que había sucedido, las batallas que habíamos librado, las cosas que habíamos descubierto. También les compartíamos anécdotas, recuerdos de la infancia, momentos divertidos con la tripulación... Nos quedábamos ahí un buen rato, simplemente compartiendo con ellos, aunque el único sonido que nos respondiera fuera el viento meciendo las hojas de los árboles y el rumor del océano en la distancia.
Volvíamos al barco con una sensación extraña, como si dejáramos parte de nosotros en aquel templo, pero al mismo tiempo con el alivio de haber dicho todo lo que llevábamos dentro. Sin embargo, cuando subíamos a bordo, la realidad volvía a golpearnos. Todo lo que había pasado era una locura.
Una banda pirata me rescató de una isla donde me maltrataban. Un anciano me dio un papel extraño que, al descifrarlo, trae de vuelta a los asesinos de nuestros padres al templo. Me dicen que mi hermano está vivo, y resulta que no solo está vivo, sino que es parte de la tripulación con la que he viajado todo este tiempo. ¿Cómo podía asimilar algo así? Era demasiado... Y aun así, no podía estar más agradecida por haber terminado en este barco.
Estaba atardeciendo y la atmósfera en el barco era tranquila. Cada uno estaba en lo suyo: Luffy se entretenía con alguna tontería, Usopp y Franky discutían sobre alguna de sus invenciones, Nami y Robin estaban relajadas con sus lecturas a las que a veces se unía Law, Sanji preparaba la cena, Chopper revisaba algunas hierbas medicinales y Brook tarareaba una melodía suave mientras afinaba su violín.
Zoro y yo nos quedamos en la cubierta, apoyados en la barandilla, observando en silencio el reflejo del sol sobre el mar. El cielo comenzaba a teñirse de tonos cálidos, y el sonido de las olas chocando contra el barco nos envolvía en una especie de burbuja donde solo estábamos él y yo.
No sé cuánto tiempo pasó antes de que las palabras salieran de mi boca sin siquiera pensarlas.
—¿Cómo sobreviviste aquella noche?
Zoro tardó unos segundos en responder. Se mantuvo mirando el horizonte, como si las olas pudieran ayudarle a encontrar las palabras.
—Cuando me hirieron, caí inconsciente. Pensé que iba a morir ahí... Pero días después desperté en la casa de unas ancianas del pueblo. Me habían curado —sonrió con tristeza, pero esa sonrisa se desvaneció pronto—. Me volví loco. Quise correr a nuestra casa, pero por más que ellas intentaron detenerme, me escapé. Quería verlos.
Su voz se apagó un poco, y mi corazón se encogió.
—Pero ellas me decían que no podía ser. No entendía nada, no quería entenderlo. Y entonces... me lo confirmaron.
Se hizo un silencio pesado entre nosotros.
—Me dijeron que los tres habíais muerto.
Lo miré de reojo y vi cómo su mandíbula se tensaba.
—Grité, lloré... No podía creerlo. No quería creerlo. Me desesperé tanto que los puntos de la herida se abrieron... y volví a desmayarme.
Tragué saliva, sintiendo un nudo en la garganta.
—Por eso nunca... nunca te busqué —murmuró con voz quebrada—. Lo siento mucho.
Lo miré con ternura y negué con suavidad.
—Es normal. Yo también pensaba que habías muerto cuando vi que te cortaron... Pensé que nunca más te volvería a ver. Pero aquí estás. Mi hermano está vivo.
No sé si fue el tono de mi voz o el peso de todo lo que habíamos vivido, pero las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas sin que pudiera evitarlo. No era tristeza. No era dolor. Era alivio. Era felicidad. Una felicidad abrumadora, incontenible, que me hacía temblar.
—Nunca he sido tan feliz... —murmuré sin poder contener el sollozo—. Ha pasado tanto tiempo... Mi hermano, Yoyo, está a mi lado, y está sano y bien.
Zoro giró el rostro y me miró con intensidad antes de, sin previo aviso, sujetarme por la muñeca y tirar de mí. En un instante, me envolvió en un abrazo firme, fuerte, protector. Sentí su calor, su fuerza, su presencia real y tangible.
—Ya todo ha pasado —susurró, pero su voz temblaba.
No me importó nada más. Rodeé su cintura con mis brazos y escondí mi rostro en su clavícula, dejando que las lágrimas fluyeran con libertad.
Por primera vez en años, me permití llorar de verdad. Lloré por el pasado, por el dolor, por todo lo que habíamos perdido, pero también lloré porque habíamos encontrado el camino de vuelta. Lloré porque después de tanto, finalmente nos teníamos el uno al otro.
Sentí los temblores de Zoro contra mi cuerpo y su respiración entrecortada. Entonces supe que él también estaba llorando.
—Te he echado mucho de menos —susurró con la voz rota.
Cerré los ojos con fuerza y asentí contra su pecho.
—Y yo a ti.
Nos quedamos así, abrazados, permitiéndonos sentir lo que por tanto tiempo habíamos reprimido. No había palabras que pudieran expresar todo lo que ese momento significaba para ambos.
El viento soplaba suavemente, el sol terminaba de ocultarse en el horizonte y el mar seguía meciéndose con calma bajo nuestros pies. En ese instante, con mi hermano sosteniéndome entre sus brazos, supe que todo estaría bien.
¡Hasta aquí el capítulo de hoy!
Espero que lo hayáis disfrutado muchísimo!
Mil gracias por el apoyo~
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AUTORA DE: Kaori, la esfera mágica.
EDITORIAL: Ediciones Arcanas.
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Editado: 03.04.2025