El día había empezado tranquilo. Sus padres habían salido a comprar los últimos muebles que faltaban, su hermano estaba en su habitación terminando de acomodar sus cosas, y ella se había dedicado a limpiar la cocina. Todo transcurría con normalidad hasta que, sin darse cuenta, uno de los gabinetes se desprendió de la pared y estuvo a punto de caerle encima. Bellá reaccionó lo suficientemente rápido para esquivarlo, pero su corazón latía con fuerza por el susto.
—Qué bueno que esos años con nuestro tío militar surtieron efecto. Buenos reflejos —comentó su hermano, apareciendo de repente y dándole un golpe amistoso en la espalda. Luego revisó el mueble caído y se echó a reír—. Madre te va a ahorcar. Si quieres, puedo evitarte el sufrimiento y te ayudo a desaparecer antes de que llegue.
Bellá le dio un codazo y se acercó para inspeccionar los daños. Al ver que se trataba del mueble donde guardaban los platos y vasos, sintió un escalofrío. Su madre la mataría si no lo reemplazaba rápido. La mayoría de los platos estaban hechos añicos en el suelo, y algunos rodaron hasta debajo de la mesa.
—Necesito que busques la carpintería más cercana. Debemos comprar un mueble nuevo cuanto antes, y de paso compramos platos y vasos nuevos —ordenó mientras recogía los restos del desastre.
—Hermanita querida, tienes el mejor hermano del mundo —bromeó él, sacando su teléfono—. Tu queridísimo hermano ya sabe dónde encontrar todo. Además, tengo la ruta marcada en el GPS. Puedes darme las gracias ahora.
Bellá rodó los ojos, pero en el fondo sintió alivio. Subieron al auto de su hermano con prisa.
—Tenemos que ir rápido, antes de que lleguen nuestros padres —dijo ella, apurándolo.
—Tranquila, niña impaciente. Conduzco como todo un profesional —respondió él con una sonrisa confiada.
El tráfico no estaba de su lado, y Bellá tamborileaba los dedos contra la pierna, nerviosa. Miraba el reloj cada dos minutos y suspiraba.
—Si sigues con esa cara, terminarás arrugándote —bromeó su hermano.
—Muy gracioso —respondió sin humor—. Solo apúrate.
Llegaron a la tienda y encontraron un gran número de personas haciendo compras, lo que dificultó un poco el proceso. Mientras su hermano negociaba con un empleado sobre la entrega del nuevo mueble, Bellá decidió adelantarse para buscar los platos y vasos. Con la tienda abarrotada, tuvo que esquivar a varias personas para llegar a la sección adecuada.
En su apuro, chocó contra alguien. Perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer, pero unas manos firmes la sujetaron por la cintura antes de que tocara el suelo.
—¿Está bien, señorita? —preguntó una voz grave y serena.
Bellá alzó la vista y se quedó en blanco. Frente a ella había un hombre alto, de porte elegante y rasgos marcados. Era increíblemente atractivo, de esos que parecen sacados de una película. Su mirada intensa la sostuvo en el aire un par de segundos antes de ayudarla a incorporarse por completo.
—Sí —respondió ella con rapidez, apartándose ligeramente de su agarre. Se aclaró la garganta, intentando recomponerse—. Muchas gracias por su ayuda.
El hombre la observó con detenimiento, como si intentara grabar su rostro en su memoria.
—¿Está segura de que no se lastimó? —insistió.
Bellá asintió, forzando una sonrisa.
—Hace falta mucho más para que me lastime. Estoy bien.
Él esbozó una leve sonrisa ante su respuesta.
—Disculpe mi atrevimiento, pero ¿puedo saber su nombre, señorita? —preguntó con voz suave pero firme.
Bellá lo miró por un instante antes de responder.
—Mi nombre es Bellá. ¿Y usted es…?
—Christofer —respondió él, devolviéndole la sonrisa.
—Bueno, Christofer, que tenga un buen día. Si me disculpa, debo retirarme.
Bellá se giró para marcharse, sintiendo su mirada sobre ella hasta que desapareció entre la multitud. No pudo evitar sentirse intrigada. Había algo en él, algo diferente. Sin embargo, sacudió la cabeza, recordándose que tenía cosas más importantes en qué pensar.
Mientras tanto, Christofer permaneció en el mismo lugar, observando el punto donde ella había desaparecido. Su expresión era indescifrable, pero algo en su interior le decía que acababa de conocer a alguien que valía la pena recordar.
—Mi señor —interrumpió un asistente, sacándolo de su ensimismamiento—. Debemos ir a su oficina. Tiene una reunión en unos minutos.
Christofer parpadeó y desvió la mirada, volviendo a la realidad.
—Sí, vamos —respondió con seriedad.
Aún así, antes de marcharse, echó un último vistazo hacia donde había visto a Bellá por última vez. Sonrió para sí mismo. Definitivamente, no sería la última vez que la vería.
En el auto, Bellá miraba por la ventanilla, perdida en sus pensamientos.
—¿Por qué tienes cara de haber visto un Dios? —preguntó su hermano, sacándola de su ensimismamiento.
—No es nada —respondió con rapidez.
—Ajá, claro —él arqueó una ceja, con una sonrisa burlona—. Seguro no tiene nada que ver con el tipo guapo que te ayudó.
—¡Cállate! —le dio un manotazo en el brazo, sonrojándose.
—Sabía que tenía razón. Me lo contarás todo cuando lleguemos a casa.
Bellá bufó y miró por la ventanilla, pero una pequeña sonrisa traicionera se dibujó en su rostro. Tal vez, solo tal vez, ese día no había sido tan desastroso después de todo.