Nunca fuimos un error

Capítulo 1 - Inma

Me despierto con el cuerpo pesado. Satisfecho. Demasiado consciente de cada centímetro de piel.
​La sábana apenas me cubre las piernas. El aire fresco de la mañana me eriza la piel y, por un segundo, no entiendo dónde estoy. Luego abro los ojos y el recuerdo cae sobre mí con una claridad brutal. La habitación no es mía. El techo alto. Las paredes claras. El ventanal que deja entrar la luz dorada de Madrid. Y ese olor… limpio, masculino, íntimo.

Lucas.

Trago saliva y cierro los ojos de nuevo, como si negar la escena pudiera cambiar algo. Como si no hubiera pasado la noche entera en su cama. Como si su cuerpo no hubiera aprendido el mío de memoria en cuestión de horas.

Mi cuerpo, traidor, responde al recuerdo.

No debería haber pasado. Pero mientras siento su respiración profunda a mi espalda y el peso de su brazo rodeándome la cintura —posesivo incluso dormido—, sé que lo volvería a hacer.

Lucas Beltrán siempre fue grande, pero nunca lo había sentido así de real.

Mi mente intenta huir, pero mi memoria me arrastra de vuelta a la noche anterior.

La boda de Eli y Pedro tenía ese encanto peligroso que baja las defensas. El aire olía a flores, a verano, a celebración. Yo había llegado convencida de que podía manejarlo, pero Lucas apareció entre la gente como siempre, imponiendose con su altura y elegancia. Traje oscuro, camisa blanca, sin corbata. Nuestros ojos se encontraron desde lejos y la tensión se volvió física.

No hablamos al principio. Nos movimos en círculos distintos, rodeados de gente que conocíamos desde siempre. Amigos, risas, copas levantadas. Pero lo sentía. Siempre lo sentí. Cada vez que estaba cerca.

Lucas se acercó finalmente, rompiendo esa frontera invisible que yo había intentado mantener durante toda la noche.
Lo hizo con una calma exasperante, con la seguridad de quien sabe que ha aprendido que el control es el arma más peligrosa. Ya no había rastro de la impulsividad del chico que dejé atrás; ahora había un hombre que dominaba el espacio.

—Hola, Inmaculada.

​Al inclinarse para saludarme, el mundo se redujo a él. Su mano se posó en mi espalda. No fue un gesto automático. Fue una posesión silenciosa. Fue una caricia lenta, deliberada. Sus dedos buscaron el calor bajo la tela de mi vestido con una precisión que me hizo contener el aliento. Fue un segundo de más. El tiempo justo para que su palma dejara un rastro de fuego en mi piel y me recordara que, para él, yo nunca había dejado de ser territorio conocido.

Me quedé petrificada, atrapada en esa burbuja de calor, consciente de que su mano no se movía por error, sino por derecho.

—Hola, Lucas —logré articular.

Mi voz sonó extraña, más grave de lo habitual, vibrando con una tensión que amenazaba con delatarnos. Dos palabras. Seis años de silencio contenidos en un saludo impecable.

Estaba demasiado cerca. Podía sentir el calor que desprendía su pecho, la vibración de su respiración y esa mirada oscura que me recorría con una atención casi indecente. Aquel hombre sabía exactamente qué estaba provocando. Sabía que, a pesar de los años, de la madurez y de las heridas, seguía teniendo la llave de todos mis puntos de quiebre.

Más tarde, intenté refugiarme en la risa de los demás, pero Lucas era el sol y yo un satélite atrapado en su gravedad.

Cuando la música cambió a un ritmo más denso y pausado, Eli y Pedro nos arrastraron a la pista. Empezamos bailando en grupo, pero mis ojos no dejaban de chocar con los de Lucas. Me observaba con una atención tan cruda que me hacía sentir desnuda. Poco a poco, el espacio se estrechó. En uno de esos giros típicos de una pista llena, Eli me empujó suavemente hacia Lucas mientras ella se colgaba del cuello de Pedro. Fue un movimiento fluido que terminó con mis manos apoyadas por instinto en el pecho de Lucas para no chocar. Pedro y Eli se alejaron, dejándonos en el centro de una burbuja de silencio en medio del ruido.
​Lucas no retrocedió. Sus manos se cerraron en mi cintura con una seguridad que me detuvo el pulso. Me pegó a su cuerpo con la naturalidad de quien retoma un hábito antiguo.

—¿Te apetece dar un paseo? —preguntó, inclinándose lo justo para que su voz vibrara contra mi sien—. La finca es preciosa de noche.

La excusa era transparente. La invitación, un salto al vacío. Asentí antes de que mi razón tuviera tiempo de protestar.

La finca de noche era una trampa de sombras y luces bajas. El murmullo de la fiesta se convirtió en un eco lejano, dejando espacio al sonido de nuestras respiraciones, que empezaban a desacompasarse.

Caminábamos sin tocarnos, pero la electricidad entre nosotros era tan densa que casi podía oírse. Hablábamos de libros y de viajes, pero yo no podía dejar de mirar de reojo su perfil. Lucas siempre había sido imponente, pero ahora, con sus un metro noventa y tres, su presencia era abrumadora. Me hacía sentir pequeña, delicada, obligándome a inclinar la cabeza hacia atrás solo para sostenerle la mirada. Era un gigante de hombros anchos y movimientos seguros.

Lucas se detuvo bajo el halo dorado de un farol. Yo di un paso más y quedé atrapada en su sombra. El aire se llenó de su olor que siempre me había vuelto loca.

—Inmaculada… —su voz bajó una octava, vibrando en mi pecho.
​—Tenemos que volver...—murmuré, pero no retrocedí.— No deberíamos...




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