Ingenuo aquel que creyese la noche de todas las brujas estaba cerca de terminar.
Denzel salió del café, la persistente sensación de que lo acechaban no se borró; ni siquiera cuando estaba en la cama con su amante, mezclando sus bocas y calor pudo concentrarse, fingió acabar, pero no pudo hacerlo. Dejó el motel tan veloz como nunca antes, caminó rápido, casi corrió hacia su auto estacionado bajo techo. Su compañero se quedó atrás, sin entender su apuro, pero Denzel no podía quedarse allí ni un minuto más.
El cielo se tornó más oscuro con el paso de los minutos, el viento sopló con fuerza, arrastraba hojas secas color naranja cremado, las cuales giraban en leves torbellinos. Se dio cuenta al pisar el acelerador que solo escuchaba su respiración afanada. Revisó toda esquina al pasar, solo había gente ridícula disfrazada, tan tranquilos e ignorantes de su afán, sin embargo, algo peor esperaba por él.
Abrió la puerta de su coche en un chirrido que molestó sus tímpanos, el mismo susurro que había oído en el café lo golpeó como una ráfaga fría en la nuca, esta vez distinto, más agudo, luego se mezcló hasta mutar.
—Sabemos lo que hiciste... —Las risas infantiles, traviesas y agudas le helaron la piel.
Se detuvo en seco, sus piernas temblorosas, incapaz de cruzarse la calle hacia el apartamento de su mejor amigo.
Revisó con afán su entorno, quizás algunos niños le gastaban una mala pasada, no había nadie. Más frenético movió sus ojos, no encontraba persona alguna, ni siquiera un tonto disfrazado de duende. No parecía broma alguna. De repente todos sus pelos se pusieron en punta, una sensación repulsiva le recorrió los hombros, la atmósfera se tensó y el tiempo se volvió lento.
El silbido del viento, los autos distantes, todo pareció apagarse de golpe, apresándolo en una asfixiante soledad.
Retrocedió y solo el chillido caótico de un gato lo hizo brincar.
El gato negro con manchas blancas llevaba un collar, su nariz se arrugaba y le bufaba como una serpiente fúrica. Reconoció al animal, era de su mejor amigo, sin embargo, cuando quiso acercarse otro gato apareció, luego otro y otro más, su calle se llenó de felinos que le enseñaban los colmillos.
Uno envió un manotazo que casi le agarraba el pantalón.
—Nunca me han gustado los gatos, siempre pueden verme. —La aterradora voz lo paralizó.
En un impulso desesperado entró en su auto y cerró la puerta de golpe. Sus manos fueron torpes para encender el motor, cerró los párpados fuertes e ignoró el sudor frío que corría por su espalda, se esforzaba en convencerse de que todo era producto de su imaginación. Solo era el estrés, sí, exceso de trabajo, su boda el próximo mes, su prometida y todos los arreglos innecesarios para el salón de invitados.
Era solo el estrés, se lo repitió hasta el cansancio. Arrancó y dejó la calle infestada de mininos, condujo hacia su apartamento, la sensación de ser observado no desapareció.
Avanzar por las calles se le hizo eterno, sin percatarse algo comenzó a cambiar en su percepción. Sombras deformes y antinaturales se extendían por las aceras, se culebrearon igual que gusanos en carne pútrida hasta alargarse y volverse dedos necróticos que se apremiaban por alcanzarlo. Frenó de golpe, pestañeó pesado, todo volvió a la normalidad, personas se reían y exhibían sus disfraces tan felices, maldita noche de Halloween, cualquier podría ser un monstruo.
Un golpecito en su ventana lo hizo brincar, un adolescente con máscara de lobo señaló la calabaza con dulces que cargaba, Denzel meneó su cabeza y el joven se fue, no sin antes enseñarle el dedo medio por no regalarle ni una mísera menta.
Todos podían irse al carajo, a él ni siquiera le gustaba Halloween. Resopló frustrado, pero la temperatura dentro del coche descendió de sopetón y el parabrisas se empañó gradualmente, aunque no había razón para ello. Abrió la guantera para limpiarlo, no podía conducir de esa forma.
La risa de antes lo detuvo, era grave, gutural y llena de perverse placer. Denzel tragó pesado, el sonido salía de todos lados, desde la radio hasta el entorno, apagó el motor y la radio, pero el sonido no se detenía, salía de todos los lugares y de ninguno al tiempo.
Se sentía como… como si algo se estuviera divirtiendo con su terror.
Envió su mano para abrir la puerta, pero los seguros se pusieron.
—Ah. —El suspiro burlón vino desde el asiento de atrás—. Qué dulce, los mentirosos siempre creen que pueden escapar.
Aquella voz cargada de pecados se arrastró por el aire y rozó cada uno de los nervios de Denzel con un frío cortante.
El demonio había encontrado a su presa. Para él, Denzel era una delicia en medio de su infinita caza. Ah, cómo gozaba la noche de Halloween, precioso treintaiuno del diez, el día en que las puertas del inframundo se abrían para deleitarse con los mentirosos, ah, sus favoritos sin duda alguna. Esos seres humanos débiles y patéticos, con solo un simple engaño caían en sus redes sin saberlo. Y Denzel, pobre Denzel, cayó redondo en su trampa.
La mentira a su prometida había sido un banquete irresistible, no hay mentira más jugosa que la que se dice a quien afirmas amar.
El demonio no poseía forma física aún, pero estaba allí, presente en cada rincón de la oscuridad, alimentándose de cada gota de pánico que emanaba de Denzel. Los mentirosos emanaban un aroma distinto. El miedo que surgía de ellos cuando eran conscientes de ser atrapados resultaba embriagante, a ese demonio en especial le fascinaban.