Estoy en la gasolinera
haciendo cola
con el casco puesto.
Me molesta el olor a gasolina
y el absurdo recuerdo
que me produce
y que mi mente me devuelve,
y me obliga a conectar con la que fui
antes de ser la de ahora:
siempre
la infancia y el pueblo,
la familia unida,
un proyecto de felicidad.
El recuerdo no se va,
no se agota,
y me obligo a volver a la realidad
mirando el televisor
que hay sobre la cabeza del dependiente;
una pantalla que proyecta lo que sucede afuera,
en el exterior.
Veo mi moto aparcada,
los coches que repostan,
la carretera,
te veo a ti.
Me sorprende reconocerte
en una imagen en blanco y negro
en plena noche y en pleno invierno.
Tú entras y no me ves,
ni me sientes
ni me hueles.
Me asombra mi decepción
porque quería que me descubrieses
mirándote.
Pero no me atrevo a desnudarme
quitándome el casco.
Te acercas y noto en mi nariz
que has cambiado el perfume,
que no tienes barba,
que el corazón ya no te suena igual.
Me pides que te deje pasar,
Perdona, es que tengo prisa,
¿no te importa?
Y esa caballerosidad que antes no tenías
y que ahora es falsa
me hace apartarme,
sin pronunciar ni una palabra.
Sigo observando la pantalla:
veo tu coche aparcado
al lado de mi moto.
El hilo rojo que nos unía
y que rompí,
nos coloca en el mismo escalón de nuevo.
Pagas,
me das las gracias por haberte dejado pasar
y te vas.
Yo me vuelvo apartar
como cuando me fui
para que no volvieras a verme
ni a tocarme
ni a hacerme llorar.