Habitas en mi cuerpo como parte de mi sangre y circulas por cada una de mis venas amamantándote de los dolores de mi incipiente vejez. He dejado de destruirme para que tú lo hagas también; he aprendido a vivir contigo en mis adentros. No me da ningún miedo que me desgarres, ya lo has hecho cuando estabas fuera de mí.
No me despedí cuando te moriste, pero me colgué del cuello tu gargantilla en señal de derrota. Mis ojos me reclamaban una tregua que no podía darles. De un día para otro te habías muerto y, sin yo saberlo, parte de tu alma se había instalado en mí. Comencé a morirme, a morirme de una pena que me abrigaba de toda la tristeza que me producía el hecho de saber que nunca ibas a volver a estar y me debilité tanto que te apoderaste de mí. Te odié, no sabes cuánto. No quise ser como tú pero me estabas conviertiendo en aquello que esperabas que fuera.
Ahora no sé como tocar una piel que no es la mía, como desembarazarme de un alma que se entrelaza y se funde con lo que soy, que me aprisiona y me asfixia hasta hacerme estallar. ¿Cómo alejarme de ti? ¿Cómo alejarme de mí misma y no perderme entre bosques y mares hasta tocar con la punta de los pies el iceberg?
Habitas en mi cuerpo, sutil visitadora, llegas en la flor y en el agua. Eres más que esta cabecita que aprieto, como un racimo entre mis manos cada día.