Hacía un día espléndido, no había ni una sola nube en el magnífico cielo azul de aquella mañana, y a pesar del radical cambio de que el clima estaba sufriendo por aquellos días, Curt y yo preferíamos pasar las horas sobre el amarillento y deteriorado parto del patio trasero del colegio, bajo los tenues rayos del sol otoñal, a congelarnos dentro de las frías instalaciones del edificio.
Llevábamos más de tres horas recostados en aquel lugar del patio que ya parecía conocernos bastante bien. El muchacho reposaba su cabeza sobre mis piernas, y yo a mi vez me encontraba tendida sobre las mochilas de ambos, cargadas de pesados libros, que para mí, era una perdida estar llevando día con día si en realidad no entraba a clases.
De pronto, sentí que el peso sobre mis piernas se aligeraba y una sobra tapaba los rayos solares que iban directos a mi rostro.
- ¿Sabes?, aún no me has contado cómo te fue con el doctor Jones - comentó Curt, tras pasar varios minutos en silencio desde que nos encontrábamos allí recostados.
Era verdad. Ya hacía cuatro días de aquel encuentro con el doctor Frederick Jones y yo no le había platicado absolutamente nada a mi novio. Pero no era por desconfianza o mucho menos, simplemente lo encontraba insignificante.
- Bueno… - exclamé, buscando por dónde empezar -, fue como lo imaginé. Frederick es como todos los psicólogos.
- ¿Ya habías visto a más psicólogos a demás de a Jones? - preguntó entre curioso y divertido.
- No - me apresuré a decir en el momento en el que me incorporaba también y me recargaba sobre las palmas de las manos.
- ¿Cómo lo sabes, entonces?
- Lo he visto en televisión - expliqué como si fuera lo más obvio del mundo. Me moví un poco para ponerme más cómoda y aclaré mi garganta antes de continuar -. Ya sabes… Se muestran como si en verdad estuviesen interesados en tu vida, pretenden querer ser tus amigos y dicen comprenderte. Sólo están esperando a que caigas para usar su psicología y cargarte con alguna enfermedad mental para después mandarte a un loquero. Pero no he caído en su trampa, no he soltado nada - dije de manera resuelta cruzándome firmemente de brazos.
Curt soltó una estruendosa carcajada que fácilmente se escuchó a lo largo y ancho del jardín, se incorporó hacia mí y me plantó un beso en la frente.
- Te amo, ¿lo sabías? - exclamó con una sonrisa en sus labios.
- Quizá si me lo repites unas cien veces más lo grave en mi mente de por vida - comenté devolviéndole la sonrisa.
- Es que no quiero que lo olvides.
- Nunca lo voy a olvidar… - dije en un susurro, muy cerca de sus labios.
Y breve impulso hizo que nuestros labios se unieran y rosaran con suavidad en un beso. Un beso que provocó que todo dentro de mí diera un salto de satisfacción, que hizo que esas mariposas tan famosas revolotearan dentro de mi estómago y mi corazón latiera con fuerza dentro de mi pecho.
La pregunta en todo esto era: ¿Cómo olvidarlo?, ¿cómo olvidar a aquel muchacho que sólo había llevado a mi vida alegría y buenos momentos?, ¿cómo olvidar a esa parte que en mi hacía falta?, que había llenado el profundo vacío que durante tanto tiempo había persistido en mi corazón y alma. Nunca podría olvidar a Curtis Mason aunque yo misma lo pidiera a gritos.
Cuando nuestros labios se separaron al fin nos quedamos inmóviles, perdidos en la mirada del otro, con una sonrisa infinita gravada en nuestros labios.
- ¡Ya llegó Sam!
La voz de Sherly resonó en cuanto puse un pie dentro de la abarrotada cafetería. No recuerdo haber visto el lugar tan lleno en mi vida; había gente que esperaba a que se desocupara alguna mesa para poder ordenar. Billy corría de un lado para otro, trayendo órdenes y limpiando mesas para los nuevos clientes, por su lado, mi mamá y Sherly daban las órdenes a Henry y limpiaban la barra. No quería ni imaginar cómo se encontraba Henry de atareado dentro de la calurosa cocina.
- ¿Podrías apresurarte?, estamos volviéndonos locos - exclamó Billy al pasar por mi lado con cara de pocos amigos.
Sin perder más tiempo crucé el local, metiéndome entre la gente que se arremolinaba entre las mesas buscando que se les atendiera. Me colé por debajo de la barra y fui directo al baño para ponerme mi uniforme, completamente segura de que aquel día sería como cualquier otro en mi vida. Aunque por un lado estaba equivocada…
- Al final de la barra hay alguien que espera a que le tomen la orden - dijo Sherly cuando me vio aparecer de nuevo.
- ¿En la barra? - exclamé sin comprender.
Normalmente las órdenes de la barra las hacían mi mamá o Sherly, cualquiera de las dos que estuviera a cargo de la cafetería y tras la barra. Nunca Billy y yo, nosotros nos ocupábamos de las mesas.
- ¿Por qué tu no…?
- Estoy ocupada.
Y sin más, salió de detrás de la barra y se internó entre la marea de personas que buscaban algo de comer en aquella pequeña cafetería de las orillas de la ciudad.
Salí y sin poner más objeciones fui hasta el lugar más lejano de la barra, el punto exacto que había señalado la mujer. Y fue cuando mi corazón dio un repentino vuelco al ver de quién se trataba. Una chica de unos diez y seis años de edad, de cabello rojizo intenso y piel extremadamente blanca -con excepción de las pecas que cubrían su nariz y parte de las mejillas- se encontraba sentaba en uno de los tantos bancos de hierro y tapiz oscuro de la larga barra. Mantenía ambas manos sobre los cuadernos del colegio que tenía sobre la superficie de la barra, los dedos entrelazados delicadamente y la vista fija sobre estos. Tal vez estaba apenada, o quizá sólo se miraba las uñas recién pintadas con barniz rosa pálido que siempre solía llevar.