Nylea Sallow y el Dragón de Oro

Prefacio.

El bosque gritaba en agonía mientras las llamas se propagaban y lo consumían.

Poco a poco, metro a metro, aquel bosque lleno de magia y criaturas sorprendentes desaparecía, reduciéndose a cenizas. Cualquiera que mirara aquellas llamas comprendería que un dragón había sido el responsable de tan gran destrozo.

Pero no cualquier dragón.

No, era claro que solo un dragón de oro podría hacer aquel incendio.

Algunas personas seguían creyendo que aquellos animales eran un mito; una leyenda. Que semejante bestia solo podría ser un invento.  Un monstruo enorme lleno de escamas, picos y que además lanzaba fuego.

Pero ahí estaba, paseándose entre las ruinas y cenizas como si fuera el dueño de aquel bosque. Al fin de cuentas, así era.

Aquel lugar era su hogar. Donde había estado escondido por siglos. Ahí había crecido, cazado y devorado. Todo ahí le pertenecía. A él y a los suyos. Cada uno de sus pasos resonaba por todo el bosque. Iba moviendo su enorme cola de un lado al otro, arrastrándola por la tierra y las cenizas como si estuviera limpiando aquel terreno.

Su terreno.

Su territorio.

Nadie creería que un dragón fuese capaz de matar a su amo. Pero ahí estaba Reanbron, que acababa de asesinar a quien había sido su única compañía por más de dos siglos. Aquellos animales eran criaturas fieles y nobles, pero cualquiera que se enterara de lo que había ocurrido aquella noche castigaría al animal con la muerte.

Reanbron había quemado a su ama.

La única que le había defendido por años y que jamás había permitido que alguien se atreviera a tocarlo.

Claro que las personas juzgarían sin comprender lo que había ocurrido. Y es por eso que el animal comprendió que era lo que debía hacer. No podía permanecer ahí. Preocupado y con dudas extendió sus majestuosas alas para emprender su vuelo.

El viento las acarició, como las olas del mar acarician los pies de quién se acerca a la orilla. Y cuando se alzó, el cielo lo recibió con una suave brisa que indicaba que pronto habría una tormenta.

A pesar de la altura, Reanbron dirigió su mirada a la tierra del bosque. Buscaba entre las cenizas a aquella que le había dado una segunda oportunidad.

Ella sabía que se había metido en una pelea que no iba a ganar, pero no iba a rendirse. No quería hacerse a la idea. Aún mal herida seguía plantando frente a su eterno enemigo. La sangre emanaba a montones de cada una de las cortadas que la filosa espada había producido al tocar su piel. Entonces Reanbron comprendió que a pesar del dolor que le provocará, tendría que sacarla de ahí.

Respiro profundo y después lanzó una gran bola de fuego; que en cuestión de segundos provocó que todo el bosque estuviera en llamas y no hubo persona que fuese capaz de sobrevivir a aquel incendio.

O bruja. 

Reanbron soltó un gran gruñido cuando terminó de ascender al cielo. Desahogó con este todo el dolor que le recorría. Estaría solo de aquel momento en adelante. Y aquella a quien había jurado proteger no había sobrevivido al fuego.

El dragón se alejó entre gruñidos y bufidos, soltando algunos tan desgarradores que serían capaces de reventar los tímpanos de cualquiera. El animal sufría, tanto por sus heridas como por el hecho de que lograba comprender lo que había hecho.

Dejó las cenizas atrás.

Se alejó aquel bosque y el incendio que él había provocado.

Llegó la lluvia y esta fue la única capaz de lograr extinguir aquellas llamas que se extendieron en más de tres o cuatro metros de altura. Quizás más. Arrasó con todo lo que el dragón se vio obligado a producir y lo redujo a un recuerdo.

Pero no había nadie que pudiese llevarlo dentro de su memoria.

Los restos carbonizados permanecieron en el suelo cuando la lluvia cesó.

Y de entre las cenizas surgió una mano.

Se aferró a lo que pudo y fue arrastrándose de a poco, del montón de cenizas a la mano pronto le siguió un brazo.

Ella sintió como si estuviese enterrada y no pudiera respirar. Cómo pudo empezó a salir de aquel lugar oscuro que no sabía qué era. Se arrastró y salió de entre aquellos restos hasta que por fin pudo respirar.

Mientras hacía aquello era capaz de sentir el cómo si le estuviesen prendiendo fuego encima. Sus pulmones ardían y sentía que algo la estaba consumiendo. En lo único que pensaba era en avanzar y alejarse. 

En sobrevivir.

Apenas y logró ponerse de pie y admiró el cielo. Aún seguía rojo, a lo lejos se alcanzaba a ver que el incendio seguía a lo alto de la montaña.

Como un fénix, ella había renacido de las cenizas.

Pero no recordaba nada. En lo absoluto.

Ni siquiera sabía quién era ella.

Estaba sola, sucia y desnuda.

Y no le quedó más que empezar a caminar.

 

 

 




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