Capítulo 1
Noah
En "El Rincón del Expresso" las ventanas murmuraban con la lluvia. Afuera el cielo lloraba, adentro yo estaba a salvo del frío: el calor del local y el olor del café me mantenían intacto.
La gente llega al ver que es un lugar cálido y tranquilo para refugiarse de la tormenta.
Todo era...casi perfecto. El delicado olor a café. Tazas limpias. Sonrisas blandas. Despacha pedido tras pedido. Un "bienvenido" casi automático que se perdía entre el vapor y las voces bajas de los clientes.
—Gracias, Noah —me dijo una clienta habitual, como cada tarde al recoger su latte con leche de avena y canela.
Le sonreí con ternura. Disfrutaba de esas pequeñas interacciones.
Desde la barra, observaba cada movimiento como si estuviera en una película. Las tazas que tintineaban, la máquina de expreso expulsando vapor con un siseo constante, las pequeñas cucharas golpeando la porcelana, el bullicio, clientes mirando los menús, conversando por teléfono o tomando fotos a los cafés humeantes sobre sus mesas. Yo solo podía estar satisfecho.
Todo era rutinario. Predecible. Seguro. Perfecto.
Y entonces cuando más estaba metido en mi mundo sonó la campanilla.
Un sonido fuera de lo normal. No sentí que fuera el mismo de siempre. Este era algo más brusco. Y sin embargo nadie más lo noto.
Sentí el golpe del aire frío como si de una cachetada se tratara.
Mi mirada buscó rápido la puerta. Un hombre alto, apuesto. Como salido de otra escena. Otro guion. Otra vida. Otra categoría.
Alto, impecable tanto su rostro, peinado y ropa, perfectamente vestido, con un porte que gritaba control, pero sin necesidad de arrogancia. Su cabello con gotas de agua. Su gabardina negra parecía esculpida en su cuerpo, húmeda solo en los bordes, como si la lluvia no se atreviera a empaparlo del todo.
Y entonces algo más profundo me golpeó. Dios sus ojos... Tan oscuros. Tan directos. Tan penetrantes.
No era la de alguien que observa. Era la de alguien que escoge, alguien que decide.
Sentí que me anclaban al suelo. Como cuchillas envainadas en terciopelo.
Me miró. Solo a mí. No al lugar. No al menú. No a los clientes. Me miró como si yo fuera parte de un plan que ya tenía tiempo en marcha.
Y sentí, literalmente, cómo me apretaba el pecho.
Él no pestañeó. No sonrió. Ni siquiera se sacudió los restos de la lluvia en su cara ropa.
Caminó hacia la barra. Y yo me quedé quieto, paralizado. Mudo. Algo en mi interior —algo visceral y primitivo— sabía que ese momento iba a marcarme. Y no tenía idea de por qué.
No podía apartar la vista de él. Pues no era solo guapo. Había algo más. Una energía. Un magnetismo controlado. Como un depredador que no necesita moverse rápido porque ya sabe que la presa no va a escapar
—¿Qué puedo ofrecerte? —pregunté al fin, cuando mis labios por fin recordaron cómo hablar.
Él ladeó apenas el rostro. Su mirada seguía fija, como si leyera algo en mi piel. Algo que ni yo sabía que miraba en mí.
—Lo que tengas que valga la pena quedarse.
Cada palabra salió como un secreto compartido. Sin apuro, sin sonrisa.
Dios. Mi pulso se aceleró sin razón alguna.
¿Cómo una frase podría sonar tan profundo? Sentí como si esas palabras me hubieran tocado justo en la grieta más profunda. Hace tiempo nadie me había hablado así.
Tragué saliva. Mi cuerpo actuó instintivamente, pero mis manos... mis manos temblaban apenas. Y mis dedos lo sabían. Lo sabían incluso antes que mi cabeza
—¿Expreso doble está bien?
Asintió con la mirada puesta en mí.
El silencio entre nosotros era denso, pero no incómodo. Estaba expectante. Como si estuviéramos a punto de intercambiar secretos que aún no sabíamos que teníamos.
—¿Primera vez por aquí? —intenté suavizar la tensión en el ambiente.
—La primera de muchas.
—La primera vez... siempre deja huella, otras se borran ¿no?
—Otras se graban muy hondo —alzando una de sus cejas como si supiera algo más.
Me miró directo. Sin parpadear.
Apreté el filtro de café con más fuerza de la necesaria. Mis manos estaban húmedas, pero no por el vapor de la máquina.
—¿Eres tú el dueño?
—... Si.
—Interesante.
—¿El lugar? —me giré para verlo.
—Tu. No pensaría que pudieras preparar café.
Lo miré. No había burla en su voz. Solo observación. Precisión. Una mirada llena de intriga.
—Y tú no pareces alguien que entra a los cafés normales por antojo.
Un atisbo de sonrisa se dibujó en su boca. Era apenas una línea de sombra.
—Tocado —lo dijo afirmando.
Serví la taza con cuidado. La coloqué frente a él. Nuestras manos no se rozaron, pero lo sentí como si lo hubieran hecho.
—Fuerte, amargo. Justo como luce tu día —dije.
Él bajó la mirada por un segundo, y luego la subió otra vez. Había algo distinto ahora. Algo entre desconcierto e interés.
—¿Y el tuyo? —preguntó— ¿Cómo luce tu día?
Tardé un segundo en responder.
—Tranquilo y...Silencioso.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Depende de que persona lo rompa.
—Puedo notar que tienes muchos secretos guardados en ti. ¿No es así?
Me quede en silencio, impactado de cómo me leía sin conocernos. El prácticamente estudiaba mis ojos y mis expresiones en busca de una respuesta más concreta a las preguntas que parecía que tenía en la cabeza.
—A veces uno solo necesita mirar una vez... para darse cuenta de todo.
Se quedó en silencio.
Y entonces, se sentó lejos de la barra.
No sabía por qué, pero necesitaba volver a hablarle.
Me acerqué, pretextando revisar una servilleta en una mesa desocupada. Pero sonó su teléfono. Supongo que no era una llamada deseada ya que hizo una mueca nada discreta y contestó. Me quedé paralizado con lo poco que pude escuchar. Me alejé a penas.