Obertura

YEHERO Y ÁITAPIH

 

Universo17, Planeta Lu-Um, Año 995 A.Z.

Dentro de la lobreguez de la habitación, los dos amantes gimen hasta el punto álgido de placentera agonía: acaban de sobrevivir a la pequeña muerte del orgasmo. Sus alientos se mezclan y cada uno respira el interior del otro, buscando conservarse dentro de sus entrañas. Lentamente van abandonando el estado más primitivo y vuelve a ellos la razón, acompañada por oxígeno que alimenta sus cerebros satisfechos de la dosis diaria de dopamina.

Yehero cae junto a su amante como si hubiera salido victorioso de una batalla decisiva. Bocarriba, sobre el colchón sin sábanas, se toman de la mano. Las pulsaciones de sus corazones descienden paulatinamente y el frío del exterior penetra la calidez de sus cuerpos. Áitapih se recuesta sobre el pecho del amado y exclama con picardía:

—¡Ayyy! ¡No! ¡Hice mucho ruido! ¿Crees que nos escucharon? ¡Qué pena con tu hermano!

—No creo —responde él, que escasamente puede articular oraciones complejas en su mente.

—¡Dejen dormir, descarados! —se oye remotamente una voz masculina en el corredor.

El hermano de Yehero acababa de llegar y caminaba por el pasillo en la penumbra de la madrugada de su día de descanso. Su día de descontrol.

—No te preocupes, que seguramente él estaba haciendo lo mismo hace unas horas. Hoy todo el mundo está follando —cuchichea Yehero y la tranquiliza con suaves caricias que contornean su cadera y pequeña cintura.

—¿No lo oíste? Al parecer sí nos escuchó. —Con una risa nerviosa aprieta la mano de Yehero y lo mordisquea suavemente en el hombro—. Debemos hablar más bajo. ¡Qué vergüenza! —insiste Áitapih con fingida preocupación.

—¿Hablar? Hasta los vecinos escucharon tus gemidos. Tú fuiste la que hizo más ruido. ¡Pobres niños, ahora están traumatizados! Soy yo el que debería sentir vergüenza, o tal vez orgullo.

—Pero es tu culpa por hacerlo tan placentero. Traté de mantenerme callada, pero me asaltabas con tanto ímpetu que no me pude contener. Hubieras tenido que taparme la boca para que estuviera en silencio —protesta Áitapih mientras juega con los exiguos vellos del pecho de Yehero, a la vez que menea sus pequeñas nalgas redondas como un par de flexibles astros carnosos que colisionan, ocultos, en la perenne oscuridad del firmamento de ese exclusivo universo llamado habitación.

Ahogando su risa entre las ondas castañas del cabello de Áitapih, Yehero replica: —Y tú que me sugeriste lentitud, ser cariñoso y sigiloso…

—¡Pues, sí! —exclama como disculpándose, al mismo tiempo que monta su pierna derecha sobre las de él y deja caer suavemente su ligero cuerpo encima del abdomen de Yehero—. También me gusta así, pero me encanta cuando te me abalanzas como un animal y pareces un salvaje semental.
—Se cubre la cara con la desteñida sábana que se arrastra hasta el suelo—. ¡Ay no! Mejor me callo, porque me dan ganas otra vez… más bien háblame tú. Aprovecha que estoy relajada y puedo escuchar sin distraerme. ¿Qué es lo que me querías contar?

—¿Hacerlo otra vez? —Yehero la observa incrédulo con sus ojos índigos. Su mirada se extravía con la imagen de los senos descolados cuyos sonrosados pezones acarician sus costillas—. ¿Estás loca? ¡Mi pene no aguanta más! Ni siquiera aceptaría hacerlo mentalmente, aunque la vista que tengo en este momento es bastante tentadora. Creo que no comprendes lo agotador que es eyacular más de cuatro veces en la misma noche —exhala potentemente—. Entonces, si me perdonas, por ahora no quiero saber nada de sexo, aunque posiblemente en veinticuatro horas cambie de parecer —añade con una picarona sonrisa.

—Yo soy la razón que te hará cambiar de parecer, no te preocupes. Estoy más que satisfecha desde la segunda vez. —Ronroneando bajo, Áitapih sonríe y de nuevo coloca su cabeza sobre el pecho de Yehero—. Lo demás ha sido un poco de gula. Solo bromeaba, pues también estoy agotada… ¡Me siento tan tranquila! Quiero disfrutar eternamente esta sensación: mi mente está casi en blanco, completamente aquí, contigo. Me encanta escuchar tu respiración, la gruesa voz que resuena en tu pecho, mirarte y memorizar tus gestos. ¡Te amo!

En la negrura de la alcoba, Yehero vagamente puede ver los infantiles rasgos de Áitapih; la blanca esclera de sus ojos desvela una inocente mirada, como la de un cachorro reclamando atención. —¡Yo también te amo, Áitapih! Más que a mi gato, y eso es mucho decir. Dime, ¿cuánto me amas tú del uno al tres?

—Del uno a tres, ¡te amo cinco! Cinco galaxias enormes y setenta quásares —contesta Áitapih con euforia y estira su delgado cuello para darle un beso en el mentón.




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