Vísperas del 2000, aquel nuevo milenio con muchos sueños, muchas esperanzas y oportunidades que aguardábamos con ansias. Una nueva era con generaciones desquiciadas que se encontraban aguardando a la vuelta de la esquina, listas para crear sus respectivas revoluciones.
Nosotros, inocentes en aquel entonces éramos ajenos a los cambios que sufrirían el mundo y la humanidad. Muy atrás quedaría una maravillosa generación donde las personas se escribían cartas inspirándose con palabras bonitas y se reunían en alguna plaza o café para conversar y pasar momentos gratos en compañía de algún ser querido y especial.
Muerta quedaría la privacidad del ser humano y lentamente ingresaríamos a una década en la que imperiosamente las personas debían ventilar sus vidas a los cuatro vientos para sentirse importantes, plenos y con súper poderes en el ciberespacio.
De todos modos aprenderíamos a sobrevivir, adaptándonos a todo aquello. No sería una tarea sencilla pero aun teníamos mucho que aportar al siglo XXI y no quedaríamos obsoletos como objetos raros del siglo XX.
Estábamos felices de recibir al año 2000 y muy expectantes a los juegos artificiales que prometían un inolvidable espectáculo a todos los presentes en Montreal.
Para aquel acontecimiento, toda la familia, mis padres, los padres de Dana, ella y mi tío Alex, mis abuelos, mi tío Najib, el pequeño Tim y yo, pasamos el día en uno de los mejores hoteles en la Rue de la Gaucheteri-Montreal, que mi padre con varias semanas de anticipación había reservado a petición de mi tío Alex quien deseaba concederle a Dana un deseo más, que consistía en ver el espectáculo de juegos artificiales en todo su esplendor desde una de las terrazas más altas de la ciudad con vista panorámica, la más amplia que pudiera existir.
— Aun no puedo creer que llegaré al 2000 solo para ver los juegos artificiales —sonrió con dulzura pese a una debilidad que ya no la dejaba siquiera moverse— ¿Te he dicho cuanto te amo y lo feliz que me has hecho, Alex?
— Ja Liebe, infinitas veces —contestó sosteniéndola a ella y a Tim, cubiertos con una espesa manta y unos protectores para sus frágiles oídos del bebé, entre sus brazos, sentados sobre una reposera en la terraza—
— Los amo y los amaré por siempre a los dos.
— Yo te amo, mi vida como toda la inmensidad que logramos ver desde aquí —le susurró sonriendo pese a saber que el final estaba cerca—
Hacia un frio horrible, pero eso no nos impidió permanecer ahí a escasos minutos del nuevo año.
Cuando la cuenta regresiva comenzó, todos acompañamos con mucho entusiasmo y algarabía hasta el segundo cero, momento exacto en el que el cielo de media noche se iluminó por completo.
Fue como una auténtica lluvia de colores que se formaba y caía, ante nuestros ojos, fueron momentos realmente hechizantes en los que no cabía el mínimo parpadeo y solo daban ganas de esparcirse por los aires en cada mágico estallido y consumirse entre ellos hasta con las últimas de sus luces.
Nosotros quedamos colgados de aquellas ganas, sin embargo, Dana lo había logrado. Aquella media noche su vida se consumió entre los últimos vestigios de los fuegos artificiales y su alma finalmente emprendió el viaje al infinito para convertirse en una hermosa mariposa monarca.
En los brazos de mi tío, yacía apenas la crisálida de un maravilloso ser que había abierto sus coloridas alas para perderse en la intensidad de los recuerdos de los fuegos artificiales y desde luego él fue el primero en notarlo aunque no dijo nada hasta que me acerqué a darle un beso de buenos deseos a ambos para el nuevo año.
No, Dana no estaba dormida como quise convencerme en aquel instante, ella había partido aquel 1 de enero de 2000 bajo el encanto de los fuegos artificiales en la ciudad de Montreal.
Abrumada por una tristeza congelante no cupieron en mí, palabras ni lágrimas en ese instante, solo un inmenso abrazo a los tres en medio del repentino silencio que nos había rodeado.
El resto de la familia no tardó en notar lo que había sucedido, los padres de Dana se aproximaron para expresarles sus buenos deseos al igual que mis abuelos y fue entonces cuando la lluvia de colores se transformó en lágrimas de dolor y tristeza.
Ella siempre nos hizo prometerle que no lloraríamos por su partida, que no estaríamos tristes por su ausencia y que la recordaríamos con mucha felicidad tal y como se había marchado pero no fuimos tan fuertes. Se nos hizo inevitable no echarnos en llanto. Mucho más inevitable aún para el señor y la señora Klunder quienes acababan de perderla siendo ella tan joven y la única hija de ambos.
Mi madre, Paula tomó a Tim entre sus brazos y mi padre la acompañó a una de las habitaciones dentro del hotel, yo permanecí allí junto a Dana y a mi tío Alex hasta que finalmente mi tío Najib logró hacerlo reaccionar para que pudiéramos bajar de la terraza en lo que aguardáramos a que contactaran con los de servicios fúnebres.
Alex: ¿Podemos ir a casa? —Preguntó siempre sosteniendo la crisálida entre sus brazos— Todas sus cosas están allá, quiero llevarla a la casa.
Elwira: Claro que sí, hijo. Bajemos para avisarle a Said —contestó con incontrolables lágrimas brotando de sus ojos—
Lukasz: Con ciudad, hijo. Déjame guiarte.
Yo me quedé llorando en la reposera hasta que mi tío Najib me tomó entre sus brazos y todos juntos bajamos por el ascensor para partir rumbo a la casa.