Los días de septiembre se deslizaron como arena entre mis dedos, convirtiéndose en semanas sin que Mia apareciera por ningún lado. Al principio, no me preocupé demasiado. Seguíamos hablando todos los días, como siempre, pero la excusa de que "pronto volvería" empezó a sonar como una canción repetida hasta el cansancio.
La primera semana lo tomé con calma. La segunda, empecé a inquietarme. Para la tercera, ya estaba tocando su puerta. Fui a su casa varias veces. Llamé. Toqué. Esperé. Pero no había rastro de ella. La única respuesta que obtuve fue de la señora Rosa, la vecina de toda la vida, la que nos había cuidado cuando éramos niños.
—No están, hijo. —Me miró con sus ojos cansados, cruzándose de brazos en la entrada—. Se fueron todos hace días. No han regresado. ―Su voz tenía un tono extraño, como si supiera algo más pero no quisiera decirlo.
Llamé a Mia una vez más esa noche. Una vez más, como todas las noches.
Esta vez, contestó.
—Hola. —Su voz sonó apagada, distante.
—Hey… ¿Por qué no fuiste hoy tampoco a la escuela?
—Tuve que acompañar a la abuela al doctor. ―Otra excusa. Últimamente, su abuela parecía ser la persona más enferma del mundo.
—¿Está bien? ¿Le pasó algo grave?
—No, es solo por el azúcar. Nada de qué preocuparnos. ―No sé por qué, pero no le creí.
—¿En serio? ¿Nada más está pasando? —insistí, esperando que me dijera la verdad.
Se hizo un silencio. Casi podía escuchar su respiración entrecortada al otro lado de la línea.
—Tengo que irme, mi mamá está en la otra línea. ―Evadiéndome. Otra vez.
—Puedo esperar…
—Tomará un rato. Te llamo luego.
Quise seguir insistiendo, pero ya no tenía caso.
—Está bien… Llámame, por favor. —Mi voz bajó un poco—. Te amo.
—Yo también. ―Y colgó.
Desde el principio supe que algo estaba mal. Pero me convencí a mí mismo de que todo estaba bien. Me aferré a la idea de que nada había cambiado, de que Mia seguía siendo mía. Hasta que dejó de responder mis mensajes. Hasta que las llamadas de varias horas riéndonos de estupideces se convirtieron en conversaciones cortas y vacías, de cinco o diez minutos. Hasta que, de repente, no hubo más llamadas.
Pasaron dos días sin una sola respuesta de ella. Dos días en los que la ansiedad me consumía por dentro. Llamé a sus amigos, a sus amigas. Nadie sabía nada.
Incluso llamé a su madre.
—No está conmigo, seguro está con la abuela.
¿La misma abuela que supuestamente estaba enferma?
Pregunté a todos los que la conocían. A cada persona que podía tener una pista. Nada. Mia se estaba desvaneciendo. Y yo no sabía qué hacer para detenerlo.
—Daniel, ¿no sabes nada de ella? —pregunté por tercera vez en el día, sintiendo la impaciencia arder en mi pecho.
—No, aún no sé nada de ella ―Daniel, sentado en la banca del pasillo, exhaló con frustración y pasó una mano por su cabello desordenado. Su tono seco me dejó claro que estaba tan agotado como yo, pero no me importó.
—¿Podrías llamarla? Tal vez a ti sí te responde.
Me dejé caer a su lado, sintiendo el peso del cansancio en mis hombros. Daniel dudó un segundo antes de sacar su teléfono y marcar su número. El tono de llamada resonó en el silencio entre nosotros hasta que, después de unos segundos que parecieron eternos, la voz de Mia llenó el aire.
—Hola, Dani. ―Al escucharla, mi cuerpo entero se relajó.
—Te he dicho que no me llames así. Así parece nombre de mujer.
Daniel gruñó con fingido fastidio, pero en su voz había ternura. Mia soltó una risa suave al otro lado de la línea. Una risa que sonó tan normal, tan ella, que casi me engañó.
Le di un codazo a Daniel, haciéndole señas para que me mencionara.
—Oye, ¿estás peleada con Lucas? Dice que no le responde el teléfono. ―Hubo un silencio al otro lado.
—¿Estás con él? ―Su tono cambió. De repente, su voz sonó más seria, más contenida. Algo dentro de mí se tensó.
Le hice señas desesperadas a Daniel para que dijera que no.
—No, estaba aquí hace unos minutos, pero se fue —mintió con naturalidad—. Anda preguntándole a todo el mundo por ti. Me tiene estresado.
—Oh. Sí, él es así.
—¿Y cómo estás? ¿Cuándo volverás a la escuela? ―Daniel intentó suavizar el ambiente.
—La verdad… no lo sé. ― Un suspiro apenas audible escapó de Mia antes de responder.
Y entonces, escuchamos la voz de alguien más .
—Hola , señorita. ¿Cómo es el día de hoy? Extienda el brazo, por favor. Hoy toca extracción de sangre. ―La voz parecía de una enfermera que hablaba con profesionalismo, pero la frase me tocó como un puñetazo en el estómago.
—Dani, tengo que ir. Te quiero. Adiós.
—¡Espera! —exclamó Daniel, pero el tono de llamada nos confirmó que ya había colgado.
Nos quedamos en silencio por varios segundos. El sonido del instituto a nuestro alrededor se sentía distante, como si el mundo estuviera en pausa.
Daniel me miró. —¿Escuchaste lo mismo que yo?
Asentí, sintiendo que la incertidumbre me envolvía.
—¿En qué hospital dijo que estaba la abuela? ―preguntó Daniel mirándome.
—No lo sé. —Mi mente iba a mil por hora—. Pero su abuela vive en un pueblo pequeño. Solo hay un hospital allí.
Daniel entrecerró los ojos, procesando la información. —Creo que deberías llamar al hospital. Esto es muy raro.
No lo pensé dos veces. Busque en mi teléfono el nombre del hospital y marque el número. Daniel me observaba con el ceño fruncido, como si temiera la respuesta tanto como yo.
Después de unos tonos, una voz femenina me atendió.
—Hola, Hospital Federal. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
—Hola… Lucas Oliva. ―Mi voz sonó tensa, casi como si me costara respirar.
—Sí, ¿en qué puedo ayudar? ―La recepcionista hablaba con un tono monótono, como si respondiera llamadas como esta a diario.
—Estoy tratando de encontrar a alguien.
—Dígame el nombre, por favor. ―Me humedecí los labios antes de responder.
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Editado: 26.02.2025