Para los jóvenes, el verano siempre es una época mágica, llena de promesas, risas y recuerdos que se quedan marcados en el alma. Es la estación de los días interminables bajo el sol, de las noches estrelladas hablando sobre el futuro, y de la libertad de ser quienes realmente somos.
Para mí, este verano estaba siendo perfecto. Después de años de luchar contra nuestros propios sentimientos, Lucas y yo finalmente estábamos juntos. Cada instante con él era un regalo que el universo me había dado después de tanta espera. La escuela iba bien, mi familia estaba unida, mis amigos siempre estaban a mi lado… no podía pedir más.
Pero la vida tiene una manera cruel de recordarnos que la felicidad, a veces, es solo un suspiro antes de la tormenta que llega en septiembre justo cuando inicia el otoño. Todo cambió en un segundo. Un simple desmayo, un mareo arrepentido, una sensación extraña en mi cuerpo. Nada que pareciera demasiado alarmante… hasta que lo fue.
La sala de urgencias, las luces frías del hospital, el sonido de los monitores, las voces bajas de los médicos conversando a espaldas de mi madre.
Y luego, el diagnóstico: cáncer.
No había marcha atrás. Estaba demasiado avanzado. No había cura, no había opciones. Solo un destino inquebrantable que no podía cambiar.
El pánico se apoderó de mí. No quería irme. No quería dejar a mi madre, a mis amigos, y mucho menos a Lucas. Él había sido mi sueño hecho realidad, y ahora el destino me estaba arrebatando la oportunidad de vivirlo.
Mi madre insistía en que le contara la verdad.
—Mia, él tiene derecho a decidir si quiere quedarse o irse.
Pero yo no quería que sufriera, no quería que me viera apagándome poco a poco hasta convertirme en un recuerdo doloroso. Así que tomé la decisión más difícil de mi vida: alejarme de él.
No le diría nada. Solo desaparecería de su vida antes de que la enfermedad me borrara a mí.
Al principio, aún hablaba con él. Lo escuchaba decirme cuánto me extrañaba, cuánto me quería. Pero cada palabra me hacía más daño, y sabía que también lo lastimaba a él. Tenía que ser fuerte.
Así que un día, dejé de responder. Lo ignoré.
Si dejaba de hablarle, si me alejaba lo suficiente, tal vez me olvidaría. Tal vez, cuando ya no estuviera, su dolor sería menor.
Pero aunque intentara apartarlo de mi vida, no podía borrar los recuerdos. Cada vez que cerraba los ojos, los momentos felices volvían a mí como un eco lejano de lo que alguna vez fue nuestra historia.
Era solo una niña aquella tarde en el parque, con un vestido amarillo que mi madre me había puesto porque "hacía juego con el sol". Estaba jugando sola cuando un balón rodó hasta mis pies.
Levanté la mirada y vi a un chico corriendo hacia mí. Tenía ojos verdes y una sonrisa traviesa.
—¡Hola! ¿Te hizo daño? —preguntó con preocupación.
—No, cayó cerca, pero no me tocó.
— Menos mal. Soy Daniel.
—Mucho gusto, Daniel. Me llamo Mia.
Él sonriendo y me extendiendo la mano como si éramos adultos en una reunión de negocios. Yo me reí y se la estreché.
—¿Estás sola? ―Yo asentí con la cabeza―. Ven, te presentaré a mi mejor amigo.
Caminamos juntos por el parque y, entonces, lo vi.
Lucas.
Era hermoso.
Piel blanca adornada de miles de lunares, ojos marrones profundos en los que me perdí de inmediato y un hermoso cabello rojo que me dejó hipnotizada. Era más alto y más acuerpado que Daniel, con una expresión tranquila y segura. En cuanto nuestras miradas se encontraron, sentí que el aire me faltaba.
Mis mejillas ardieron, y sin saber qué hacer, agarré con fuerza mi vestido, intentando encontrar calma en el torbellino de emociones que me invadió.
Nos quedamos viéndonos durante un largo rato, hasta que bajé la mirada, avergonzada.
—Mucho gusto, soy Lucas.
―Oh… mucho gusto, soy Mia.
—Mia… tu nombre es lindo. Como tú.
Mi cara se encendió aún más.
—Gracias …
Fue el comienzo de todo.
Con el tiempo, Daniel, Lucas y yo nos volvimos inseparables. Y cuando Samara llegó a nuestras vidas, nada pudo rompernos.
Hasta ahora. Hasta que la enfermedad me arrebató la oportunidad de seguir siendo parte de su historia.
Pero… ¿realmente podría alejarme de ellos para siempre? Y ahí lo supe.
En cuanto abrí los ojos, la luz blanca del hospital me cegó por un instante. Mi cuerpo se sentía pesado, como si me hubieran drenado toda la energía. Entonces los vi.
Tres pares de ojos clavados en mí con una mezcla de angustia y alivio.
Lucas, Daniel y Samara. Sus expresiones eran diferentes, pero todos decían lo mismo: no pensaban dejarme sola.
Lucas fue el primero en reaccionar. Me tomó la mano con suavidad, como si temiera que me rompiera en mil pedazos. Sus ojos estaban rojos, cansados, pero su sonrisa seguía ahí.
—Mia… —susurró, como si probar mi nombre en su boca le asegurara que realmente estaba despierta—. No vuelvas a hacer esto. No vuelvas a alejarte de mí.
Mis labios estaban secos y mi garganta me ardía, pero aun así, logré susurrar: — Lucas… ¿qué haces aquí?
—¿En serio preguntas eso? —Daniel rodó los ojos y cruzó los brazos—. Nos ignoraste, desapareciste y casi nos vuelves locos. ¿Qué esperabas? ¿Qué nos quedamos sentados sin hacer nada?
Samara soltó un suspiro y me acarició el cabello con cariño. —Te queremos, Mia. No íbamos a dejarte sola.
Miré a Lucas. A pesar del dolor en su mirada, seguía ahí. No se había ido.
No mentía cuando me decía que me amaría aunque fuera una mosca, una ballena o una escoba. No mentía cuando me prometió que estaría conmigo en cualquier circunstancia.
—¿Cómo me encontraron? —pregunté, aunque en el fondo ya conocía la respuesta.
Lucas me dedicó una sonrisa cansada, pero tierna. —No fue difícil. Cuando amas a alguien, no importa cuántas puertas te cierres. Siempre encuentras el camino de regreso.
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Editado: 26.02.2025