El recuerdo de aquel día quedó grabado en mi mente como una herida que nunca cerraba. Entrar a su habitación y verla ahí, recostada en la camilla, con el cuerpo cubierto de cables, más delgada y pálida de lo que jamás la había visto... me destrozó. Pero lo que más me dolió fue su cabello. Aquel cabello sedoso, largo, que tantas veces había enredado entre mis dedos, ahora apenas era una sombra de lo que solía ser. El cáncer le estaba robando todo.
Desde aquel día, nos organizamos con su familia para cuidarla. Nos turnamos para que nunca estuviera sola. Daniel, Samara y yo pasamos las noches en el hospital cuando su madre necesitaba descansar. Su padre nos llevaba a la escuela cada mañana, y entre nosotros nos sosteníamos para no desmoronarnos. Pero, aunque fingiera que todo estaba bajo control, había algo que no me dejaba en paz.
—¿Qué tanto piensas? —su voz interrumpió mis pensamientos. Estaba adormilada, con los ojos entrecerrados, pero aun así, me observaba con esa ternura que me derretía.
—¿Qué haces despierta? Es tarde. —Le dejé un beso en la frente, como si con eso pudiera aliviar su dolor.
—Eso debería preguntártelo yo. —Se sentó con esfuerzo en la camilla y me tomó de la mano—. Dime qué te preocupa, sé que algo te ronda la cabeza.
Dudé por un momento, pero la pregunta escapó de mis labios antes de poder detenerla.
—¿En serio no hay cura? —Mi voz sonó rota. Era la enésima vez que preguntaba lo mismo, como si esperara un milagro, como si una de esas veces ella pudiera decirme algo diferente.
Mia suspiró y se cubrió el rostro con las manos. Sabía que odiaba hablar de esto.
—Tengo cáncer, Lucas. Estoy en un soporte de vida. No me queda mucho tiempo… Va a suceder tarde o temprano.
—¿Cuánto?
—Seis meses, con suerte.
El mundo se detuvo. Seis meses. Eso era todo el tiempo que nos quedaba. Mi pecho dolió, como si me hubieran apuñalado, pero lo que más me quemaba por dentro era otra cosa.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
Mía bajó la mirada.
—Quise hacerlo… —Su voz se quebró—. Pero no quería lastimarte.
Reí sin humor, sintiendo mis ojos arder.
—¿Sabes lo irónico que es eso? —Le tomé las manos, obligándola a mirarme—. ¿Sabes lo desesperante que fue no saber de ti? Pensar que te habías ido sin siquiera despedirte. Eso me lastimó más que cualquier verdad.
Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.
—Lo siento, Lucas―.
Mi corazón se rompió un poco más al verla así.
—No tienes que disculparte. —La envolví en un abrazo, sintiendo su cuerpo frágil temblar contra el mío—. No es tu culpa, nada de esto es tu culpa.
Mia lloró en mis brazos hasta que, agotada, se quedó dormida. Con cuidado, la acomodé en la camilla y la tapé con la manta. Me quedé viéndola por un momento, sintiendo que el tiempo se nos escurría entre los dedos. No podía cambiar lo que iba a pasar. No podía salvarla.
Pero había algo que sí podía hacer. Podía hacer que sus últimos días fueran los más felices de su vida.
Con esa determinación, tomé mi teléfono y entré al chat grupal con Daniel y Samara. Presioné el botón de audio y grabé un mensaje en voz baja.
«Chicos, lo siento si los despierto, pero ya no puedo más. No puedo verla así, no puedo quedarme de brazos cruzados viendo cómo se apaga. No puedo cambiar las cosas, pero sí puedo hacerla feliz. Así que tengo una idea: ¿qué les parece si nos vamos de viaje? Haré lo que sea para sacarla del hospital. Hagamos de estos meses lo mejor que haya vivido en su vida. ¿Están conmigo?»
Sus respuestas llegaron a primera hora de la mañana.
Daniel: «Por supuesto que estoy dentro, me arrepentiré si no lo hago.»
Samara: «La escuela puede esperar. Esto es algo que no podremos hacer después.»
Convencer a sus padres no fue fácil. Su madre estuvo de acuerdo desde el principio, pero su padre… él tenía miedo. Miedo de perderla antes de tiempo.
—No quiero que pase sus últimos meses en una cama de hospital. —le dije con los ojos llenos de súplica—. Déjela vivir. Déjela reír. Déjela sentir el sol en su piel y el viento en su cabello.
Él se quedó en silencio por un largo rato. Luego miró a su hija, tan frágil en esa cama, y suspiró.
—Está bien.
El hospital fue otro obstáculo. No querían dejarla ir, pero después de muchas negociaciones, logramos un acuerdo. Firmamos un documento que los eximía de responsabilidad, nos comprometimos a traerla a sus revisiones semanales y a asegurarnos de que tomara sus medicamentos a tiempo.
Y así, con todo en regla, nos escapamos juntos. Los cuatro. Nos subimos a un auto prestado, con maletas pequeñas pero corazones llenos de emoción.
Mia miró por la ventanilla mientras el pueblo quedaba atrás y el camino se abría ante nosotros.
—No puedo creer que estén haciendo esto por mí.
Le tomé la mano y entrelacé nuestros dedos.
—Haríamos cualquier cosa por ti.
Y con eso, arrancamos el viaje de nuestras vidas. Un viaje contra el tiempo, contra la tristeza, contra la inevitabilidad. Porque, aunque el final era seguro, lo que importaba era cómo íbamos a vivir hasta que llegara.
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Editado: 26.02.2025