Hay momentos en la vida que no se planean, instantes que parecen insignificantes en el presente, pero que con el tiempo se convierten en tesoros que resguardamos en el corazón. Y nuestro cuarto recuerdo con Mia fue exactamente así.
El viaje de regreso a casa había sido interrumpido por una tormenta inesperada. La lluvia caía con tanta fuerza que apenas podíamos ver a través del parabrisas. El sonido de las gotas golpeando el techo del auto era ensordecedor, y el cielo, iluminado de vez en cuando por relámpagos, nos mostraba que continuaría sería peligroso.
—No vamos a llegar —murmuró Mia, con la vista fija en la ventana empañada—. Si no llego a la revisión, no me dejarán salir más con ustedes.
Su voz tenía ese matiz de angustia que me dolía escuchar. Sabía cuánto significaba para ella cada escapada, cada minuto fuera del hospital, lejos de los murmullos de médicos y el olor a desinfectante.
—Tranquila —dije, intentando sonar más seguro de lo que realmente me sentía—. Nos levantaremos temprano y te llevaremos antes de que alguien note que no estuviste ahí.
Daniel, en el volante responde. —Lo prometemos, ¿sí? No pasará nada―. Mia suspira, pero aún podía ver la inquietud en sus ojos.
Finalmente, encontramos un motel a las afueras del pueblo. No era un lugar lujoso, pero tenía lo necesario: dos camas decentes, un baño limpio y un techo bajo el cual resguardarnos de la tormenta. Mientras Daniel hablaba con la recepcionista, Samara ayudó a Mia a salir del auto. Me quedé observando cómo ella se cubría la cabeza con la capucha de su sudadera, intentando no mojarse demasiado. Aún en la penumbra del estacionamiento, podía notar lo frágil que se veía, lo mucho que había cambiado en estos meses.
Cuando entramos a la habitación, Mia se dejó caer en la cama con un suspiro.
—Esto parece sacado de una película de adolescentes que huyen de casa —bromeó Samara, intentando aliviar el ambiente.
—Si fuera una película, tendríamos una fiesta y haríamos algo épico —dijo Daniel, tirándose en la otra cama.
—Si fuera una película, no estaría enferma —susurró Mia, con una sonrisa melancólica.
El silencio cayó sobre nosotros por un segundo. Nadie sabía qué responder a eso. Me acerqué y me senté a su lado.
—Pero esto no es una película —dije—. Es nuestra vida. Y estamos juntos en esto.
Ella me miró, y por un instante, la preocupación en sus ojos se suavizó.
—Está bien. Despiértame temprano.
—Lo prometo —susurré acercándome a ella y la guie suavemente para que se recostara en mis piernas. Con la yema de los dedos, deslicé lentamente mi mano por su cabello, sintiendo cómo su cuerpo se iba relajando poco a poco. Su respiración, antes entrecortada, se volvió más pausada, más tranquila. Se estaba quedando dormida.
—Bueno, si vamos a ser adolescentes que se escapan ¡es hora de encender esta fiesta! —gritó Daniel parándose en el sofá y yo lo miré mal porque había despertado a Mia.
—Apoyo a Daniel ¿Qué les parece si ponemos un karaoke? —propuso Samara mientras ponía música en su bocina portátil.
Vi cómo Daniel agarró el control del televisor como si fuera un micrófono y comenzó a cantar de la forma más desafinada que jamás había escuchado, torturando mis oídos. Volteé a ver a Mia y la vi reír a carcajadas con los pasos de baile exagerados de Samara y las poses dramáticas de Daniel al cantar.
Me levanté de la cama donde estábamos y le extendí la mano, invitándola a cantar junto a mí.
—No, ni lo pienses. No voy a hacer el ridículo ―dijo escondiendo su mano detrás de su espalda.
Pero yo me acerco hasta donde están Daniel y los dos empezamos a cantar tan mal que ella se tapó los oídos. Samara se nos unió y no pudo aguantar más.
Se puso de pie con determinación, fue hasta la bocina y cambió la canción después tomó el micrófono entre sus manos y, con una sonrisa tenue, comenzó a cantar su canción favorita. Su voz, era débil pero sonaba indestructible, llenó la habitación con una calidez que nos envolvió a todos. Cada nota parecía fluir con naturalidad.
Y así seguimos cantando, dejando que la noche se apaciguara hasta que solo quedamos nosotros, envueltos en el suave murmullo de la música y el crujir de los envoltorios de las golosinas que nos habían sobrado del viaje. Mia descansaba contra mi hombro, su respiración tranquila, mientras observábamos a Samara cepillarse los dientes con la misma concentración que si se tratara de una hazaña épica.
—¿Bailas conmigo? —pregunté en un susurro, buscando su mirada.
Ella soltó una risa suave, pero asintió.
Descalzos, con la lluvia golpeando el techo y la música flotando en el aire, la tomé de la cintura y comenzamos a bailar. No éramos expertos, ni mucho menos, pero cada paso torpe tenía algo sincero, algo nuestro. Nos movíamos sin prisa, como si el tiempo se hubiera vuelto líquido y nos permitiera flotar en él.
No pasó mucho antes de que Daniel y Samara se unieran, riendo, convirtiendo la habitación en nuestra propia pista de baile improvisada. Girábamos, tropezábamos, nos sosteníamos los unos a los otros en una armonía desastrosa pero perfecta.
Cuando la lluvia cesó, Daniel y Samara ya dormían, envueltos en las mantas revueltas del pequeño cuarto. Mia y yo nos acercamos a la ventana, observando cómo las gotas resbalaban perezosamente por el vidrio, dejando caminos brillantes a su paso.
—¿Sabes qué deseo? —susurró de repente, con la mirada perdida en el horizonte húmedo.
—¿Que no llueva? —bromeé, girando el rostro para verla.
Ella negó con una sonrisa melancólica antes de susurrar: —Que esto nunca termine.
Y en ese instante, lo entendí. Esta noche, con su música, su torpeza y su magia, no era solo una pausa en nuestra historia; era un recuerdo que nos pertenecería para siempre. La abracé con fuerza, como si pudiera retener el momento entre mis brazos, como si pudiera sostener el tiempo.
—Entonces, lo haremos durar todo lo que podamos —prometí.
#6945 en Novela romántica
#1786 en Chick lit
amor juvenil novela romantica, desamores, segundasoportunidades
Editado: 26.02.2025