El viento sopla con suavidad, revolviendo las hojas secas en el suelo. La brisa huele a mar, a recuerdos, a despedidas que aún duelen. Estoy aquí, de pie frente a la orilla, con los pies hundidos en la arena fría y el corazón latiendo con un peso que nunca se ha ido del todo.
Cierro los ojos y la escucho. Su risa.
No importa cuánto tiempo pase, sigue viva en mi memoria, como si en cualquier momento fuera a voltear y encontrarla corriendo descalza por la playa, con los brazos abiertos y el cabello flotando al ritmo del viento.
El sol se esconde lentamente en el horizonte, pintando el cielo de naranjas y lilas. Recuerdo el día en que nos sentamos aquí, justo en este lugar, y ella me dijo:
—Quiero que cuando pienses en mí, lo hagas con una sonrisa.
Apreté su mano sin saber qué responder. Porque en el fondo, sabía que no iba a poder cumplir esa promesa.
No cuando el tiempo nos robaba minutos sin piedad. No cuando la vida nos estaba arrancando lo mejor que teníamos.
Pero entonces, la miro a través de mis recuerdos. Sus ojos chispeantes, su voz llenando cada rincón de mi mente, sus carcajadas entrelazadas con las de nuestros amigos, con los míos.
Y en ese instante, mientras el sol se oculta en el mar y la última ola borra nuestras huellas en la arena, me doy cuenta de algo.
No tengo que recordarla con tristeza.
Porque la tuvimos.
Porque vivimos.
Porque la amé.
Y aunque el tiempo se la llevó, nunca podrá borrar lo que fuimos.
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Editado: 26.02.2025