I
--¿Sí, verdad? —dijo Juan Carlos, es por la chica, quién no se pondría así por ella. En fin, me debes dos helados.
--¡¿Qué?!
--Me lo prometiste, dijiste que, si te gustaba, me los darías. A menos que no te haya gustado, lo dudo mucho Fabio, págame.
--No solo me gustó. Era como si una mujer de otra dimensión estuviese desorientada por aquí. Una dimensión muy distinta y superior a esta. Solo era el rostro y la luz, no sé si soñaba o estaba despierto. Fue un evento increíble, salí de este mundo por mucho tiempo y no quise regresar.
--Estás loco, solo estabas como idiota, tu cuerpo se empalideció y temblaba mucho. Además, tan solo fue un minuto.
--¿Y entonces qué fue eso?
--No sé, pudo haber sido un desvarío. Imagínate, tú dices que fue por mucho tiempo, en un lugar donde todo estaba rodeado de luz, otra dimensión. Estás loco.
--Estoy seguro que viajé a otro lugar.
--Ahora me vas a decir que la señorita Sofía como tú dices que se llama, apareció en ese desvarío o sueño o lo que sea.
--Sí, ella era el espíritu de ese viaje, su rostro se movía por todas partes.
--Supuse que lo dirías. Sabes que, mejor págame los helados.
Y los chicos se condujeron a la heladería más cercana.
Desde que Fabio se despidió de Juan Carlos, no borraba de sus pensamientos a Sofía y al llegar a casa ni siquiera se le ocurrió saludar a sus padres. En su habitación oscura, sentado sobre la cama, con las manos en su cabeza y las rodillas encogidas, toda su mente envolvía al rostro de Sofía. Después de media hora sus ojos ardían, pero aún no llegaba la hora de cerrarlos, la luna apareció por la diminuta ventana de la habitación y su luz golpeó el cabello del chico. Sus labios se resecaron. Sus pómulos se enrojecían lentamente. Sus manos temblaban y una gota de sudor apareció por su frente. Al fin, después de cuarto de hora sus ojos necesitaban cerrarse, así que lo hicieron, pero de inmediato, apenas diez segundos después volvieron a abrirse.
Fabio estaba perdido ¿estaría en un sueño?, poco a poco la ansiedad lo atrapó y su cuerpo entero se tensionó hasta el punto de paralizarse. Los ojos estáticos, ningún parpadeo, con la vista a la pared de su cuarto. Intentó estirar sus piernas y acostarse, pero le fue imposible. Quiso despegar sus manos de su cabeza y hacer algo para escapar de aquel estado, pero no pudo. Probó gritar con todas las fuerzas, pero nada, sus labios resecos estaban inmóviles. Solo sentía que algo, tal vez espiritual o simplemente mental, se desprendía con mucho esfuerzo de su cuerpo y más tarde, tipos anónimos y aterradores se le acercaban. Luego, su corazón palpitaba espantosamente, como si en algún momento se desprendería del cuerpo. Hasta que, de súbito, sus ojos se abrieron y se encontró acostado en la cama bajo las cobijas, con su mirada hacia el techo, como si nada hubiese ocurrido, excepto la posición de su cuerpo que había cambiado.
La luna seguía en la diminuta ventana de la habitación y, no pasaron más de dos minutos, para que él tome conciencia de que los síntomas anteriores se aproximaban inevitables. Quiso correr hasta sus padres, pero cayó en segundos al piso e ingresó al estado extraño lleno de tensión, temor y ansiedad; allí permaneció un minuto que pareció una eternidad y el insomnio se tornaba infinito al despertar.
Mientras Miguel se conducía al departamento en su motocicleta, un recuerdo revoloteaba sin cesar. Había disminuido la aguja del velocímetro porque si avanzaba rápido, de seguro un accidente inminente lo esperaría. Al interior del casco se veían sus ojos desorientados y perdidos, como si las manos pegadas al manubrio se condujeran solas. Eran ya las cuatro de la tarde y aun no arribaba al departamento, pues la lentitud de su motocicleta hizo que el viaje durara más del doble. En la mañana, al dirigirse a la mansión de los Albani, apenas demoró media hora. El pensamiento era el culpable. Una onda enorme que se esparcía por todos lados y que al llegar al centro de su memoria se levantaba un rostro con una mirada embriagadora y profunda, como si al verla quitase la fuerza del cuerpo y lo hiciera caer de bruces ante sus pies. Y, aun así, giraba y giraba hasta enloquecer al dueño del recuerdo.
La ansiedad de Miguel crecía con mayor rapidez hasta que logró estacionar su motocicleta y dirigirse con un rostro pálido, débil y sudoroso al departamento. Cayó rendido al sofá, sus brazos se abrieron y tocaron el piso, abrió la boca y cerró los ojos. Como era de esperarse, apareció Sofía en las ondas que golpeaban el centro de su memoria. Al principio eran blancas, luego se tornaron negras. En poco tiempo, Sofía desapareció de su mente y sus músculos se tensaron, como si un calambre devastador cubriera todo su cuerpo y lo quebrara flexible en la mitad. Había aguas oscuras que golpeaban su nariz, agua salada que tragaba y monstruos submarinos hambrientos de él. Tanto tiempo inmóvil y rodeado de ese tipo de seres que pensó en el fin de su vida. Tomó la calma y dijo: hasta aquí llegué. Pero al abrir sus ojos todo estaba en paz. La calma invadía la sala de estar, pero en un instante, el golpe de las ondas, surgió con mayor intensidad y el cuerpo una vez más se tensó. Los seres tenebrosos aun andaban por allí y giraban y giraban alrededor de su cuerpo. Un enorme desierto se abría al fondo de su sueño y el calor era insoportable.