🌒Mei
El reloj marcaba las 2:37 a. m. cuando Mei despertó sobresaltada. No gritó. No lo hacía nunca. Pero su respiración era irregular, como si hubiera estado corriendo en sueños. Se sentó en la cama, empapada en sudor, con los ojos clavados en la oscuridad frente a ella.
No había nada. Y sin embargo, lo sentía.
El monstruo.
No tenía forma definida, pero su presencia era constante. Como una presión en el pecho. Como una sombra que no necesitaba luz para existir.
Se levantó y caminó hacia la ventana. Desde el piso 27, la ciudad parecía un tablero de ajedrez iluminado. Autos como peones. Torres como reyes. Y ella, una reina negra atrapada en una partida sin reglas.
Encendió su tablet. Reprodujo una grabación antigua: una cámara de seguridad en un mercado de Bangkok, hace seis meses. En la esquina inferior derecha, un rostro apenas visible. Tae.
Pero lo que la detuvo no fue él. Fue ella.
En el reflejo de una vitrina, Mei aparecía caminando en dirección contraria. Sin saberlo, habían estado a metros de distancia. En el mismo lugar. Al mismo tiempo.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
No era coincidencia.
Era destino.
O algo peor.
🌘 Tae
Tae también soñó. Pero su sueño no era una secuencia. Era un bucle.
Mei, de espaldas, caminando por un pasillo sin fin. Cada vez que él intentaba alcanzarla, el pasillo se alargaba. Las paredes se estrechaban. Y desde las rendijas, ojos lo observaban. No humanos. No animales. Algo más antiguo. Más primitivo.
El monstruo.
Despertó con la mandíbula tensa. Había estado apretando los dientes. Se levantó y fue directo a su archivo físico. Sacó una carpeta marcada con una sola letra: M.
Dentro, encontró una foto que no recordaba haber tomado. Mei, en una estación de tren en Berlín. Mirando su reloj. Sonriendo, apenas. Pero lo perturbador no era la imagen. Era lo que había detrás de ella.
Él.
Tae, en segundo plano. Borroso, pero inconfundible. ¿Cómo era posible?
No recordaba haber estado allí. Y sin embargo, ahí estaba. Como si sus caminos se hubieran cruzado mucho antes de que comenzaran a buscarse.
Como si algo —o alguien— los hubiera estado empujando el uno hacia el otro desde siempre.
🌒Mei
En su escondite, Mei colocó dos fotos sobre la mesa. Una de Bangkok. Otra de Berlín. En ambas, estaban juntos. Sin saberlo. Sin quererlo.
Tomó un marcador rojo y trazó una línea entre ambas imágenes. Luego otra. Y otra más.
Las líneas formaban una figura. No un patrón lógico. Algo más orgánico. Como una telaraña. Como un símbolo.
El monstruo.
Lo sentía más cerca. No como una amenaza, sino como una presencia inevitable. Como si cada paso que daba hacia Tae lo alimentara. Como si su obsesión fuera su alimento.
Y sin embargo, no podía detenerse.
🌘 Tae
Tae activó un programa de reconocimiento facial. Cargó todas las imágenes de Mei que tenía. Pero esta vez, no buscaba su rostro.
Buscaba el suyo.
Y lo encontró.
Cinco veces. En cinco países distintos. Siempre en segundo plano. Siempre desenfocado. Siempre observándola.
No era vigilancia. Era algo más profundo. Más inconsciente. Era como si su sombra la hubiera seguido antes que él.
Como si el monstruo ya supiera lo que ellos aún no aceptaban.
🌕
Esa noche, ambos soñaron lo mismo.
Un pasillo sin fin. Paredes cubiertas de espejos. Cada espejo mostraba una versión distinta de ellos: niños, ancianos, asesinos, amantes. En uno, se besaban. En otro, se apuñalaban. En otro, eran uno solo.
Y al final del pasillo, una puerta.
Cuando la abrieron, no encontraron luz.
Encontraron al monstruo.
Pero esta vez, tenía rostro.
El de ambos.
Ambos despertaron casi al mismo tiempo pero en lugares alejados con una misma palabra en los labios: “Nosotros.”
Ambos se levantaron, encendieron sus pantallas y buscaron al otro cuál cazador a su presa. y en sus pizarras, sin saberlo, escribieron la misma frase:
> “No es que lo haya encontrado. Es que siempre estuvo ahí.”