🌒Mei
La noche era húmeda, como si el aire estuviera conteniendo la respiración. Mei caminaba por el callejón con pasos silenciosos, sus botas apenas tocando el suelo. El lugar olía a óxido y secretos. Las paredes estaban cubiertas de grafitis que parecían gritar en lenguas olvidadas.
Sabía que él estaba cerca. Lo sentía. Como una vibración en la piel. Como una corriente eléctrica que no necesitaba contacto para doler.
Su mano rozó el mango del cuchillo oculto en su cinturón. No por miedo. Por costumbre. Por ritual.
Entonces lo vio.
Tae, apoyado contra una pared, con las manos en los bolsillos, como si la estuviera esperando. Como si supiera que ella vendría. Como si todo estuviera escrito.
—Llegas tarde —dijo él, sin moverse.
—No vine a conversar.
—Yo tampoco.
Y entonces, se lanzaron.
🌘Tae
El primer golpe fue de ella. Rápido, preciso, dirigido al cuello. Tae lo esquivó por milímetros, girando sobre su eje como si bailara. El segundo fue suyo: una patada baja, buscando desequilibrarla. Mei saltó, giró en el aire, cayó con elegancia.
No era una pelea. Era una coreografía.
Cada movimiento tenía ritmo. Cada impacto, una melodía. Y en medio de todo, sus ojos no se apartaban.
Tae bloqueó un golpe con el antebrazo. Sintió el calor de su piel. El temblor de su fuerza contenida. Y por un segundo, dudó.
Ella lo notó.
Lo empujó contra la pared. Lo inmovilizó. Su rostro a centímetros del suyo. Sus respiraciones mezcladas.
—¿Por qué no me atacas de verdad? —susurró.
—Porque no quiero romperte.
—Entonces ya perdiste.
🌒Mei
La lucha continuó. Más rápida. Más intensa. Pero algo había cambiado.
Cada golpe era más lento. Cada esquiva, más cercana. Como si ambos estuvieran buscando otra cosa. No la victoria. No la rendición.
El roce.
Mei lo golpeó en el pecho. Tae retrocedió, jadeando. Ella lo siguió. Lo acorraló. Lo miró.
Y entonces, lo vio.
En sus ojos, no había rabia. No había estrategia.
Había miedo.
No de ella. De sí mismo.
De dañarla, de herirla y aún así no dió tregua, necesitando su cercanía... O ella en general.
🌕
El monstruo estaba allí. No en el callejón. En él.
Sentía su presencia en cada latido. En cada impulso de tocarla. De besarla. De destruirla.
Porque el deseo no era puro. Era oscuro y violento.
Y sin embargo, era real.
Tae bajó la guardia. Mei lo notó. Se detuvo.
Ambos respiraban con dificultad. Ambos temblaban. No por agotamiento. Por contención.
—¿Por qué me sigues? —preguntó ella.
—Porque tú también lo haces.
Un pequeño silencio, sin incomodidad, para aceptar y luego, una sonrisa. No de burla sino de reconocimiento.
Se acercaron. No como enemigos ni como amantes. Como dos fuerzas que no podían evitar colisionar.
Sus rostros a centímetros. Sus manos quietas. Sus cuerpos tensos.
No se besaron. No se tocaron.
Pero el roce ocurrió.
Invisible. Innegable.
Y en ese instante, el monstruo se detuvo.
No desapareció. Solo observó.
Porque sabía que el verdadero combate apenas comenzaba.
Mei se alejó sin mirar atrás. Tae la dejó ir sin intentar detenerla.
Pero ambos sabían que no era una retirada.
Era una pausa.
Una respiración antes del siguiente asalto.
Y bajo la cama, en sus respectivos refugios, el monstruo sonrió.
Porque había probado el primer roce.
Y quería más.