Capítulo I: El Viaje.
RYAN WEBER
El paisaje se desvanecía en un torbellino de árboles, edificios, semáforos, casas, escuelas y empresas.
El traqueteo del automóvil acompañaba mi travesía, mientras mis audífonos, repletos de notas melódicas, me resguardaban de los terribles gritos de mis hermanos. Mi mirada se perdía en el horizonte a través de la ventana, como si buscara respuestas en las sombras de la ciudad.
La muerte de mi madre, ocho meses y veinte días atrás, había sido el punto de quiebre. Mi padre tampoco lo estaba pasando bien, pero creía que un cambio de aires nos vendría bien a todos, entonces, decidió que lo mejor para nosotros era una mudanza a una nueva ciudad. No había razones sólidas para quedarnos: pocos lazos, escasos amigos. Solo Eddimar, mi mejor amiga, se mantenía como un ancla en mi vida. Sin embargo, la traición de mi ex novio Alejandro, un doloroso episodio de adolescencia, terminó por decantar mi elección.
El amor, un refugio frágil, se desvaneció entre engaños y promesas rotas. Ya no volvería a creer en cuentos de hadas, en la magia de los corazones que se entrelazan. Pero, claro, eso no fue lo único que influyó en mi decisión.
Evito pensar en eso, en el rastro de decepciones que dejó mi corazón hecho trizas. ¿No les ha sucedido que, después de tantos desengaños amorosos, dejan de creer en la posibilidad de los fi nales felices? A mí me ocurrió. Y, como defensa, sellé mi corazón con cada experiencia vivida, hasta convert i rlo en una roca inamovible.
Traté de relajarme y cerré los ojos. Quizás mi padre tenía razón y el cambio nos vendría bien.
Quizás encontraría nuevos amigos, nuevas oportunidades, nuevas ilusiones. Quizás…
— ¡Llegamos! — exclamó mi padre, interrumpiendo mis pensamientos.
La vida me arrancó de mi antiguo hogar y me arrojó a este nuevo escenario desconocido. Descendimos del auto y, mientras observaba la imponente fachada de la nueva casa, una sensación de asombro y temor se apoderó de mí. Era considerablemente más grande que nuestra anterior morada, un santuario de promesas y posibilidades. Con paso decidido, nos encaminamos hacia la entrada y mi padre giró la llave en la cerradura.
Como si fuera el fin del mundo, mis hermanos irrumpieron en la casa, dejando caos a su paso. El desorden, ese desafío a mi tranquilidad, se propagó como un vendaval en mis sentidos.
— ¡Yo elijo mi habitación! — vociferó Jackson, mi hermano mayor, apodado "el chicle", empujando y bufando en su alarde de superioridad.
Sin titubear, lo perseguí escaleras arriba, dejando atrás a los otros hermanos. La planta superior se reveló ante mis ojos, ofreciendo un abanico de posibilidades en forma de cinco habitaciones.
La voz de Jackson rompió el silencio.
— La mía es la de la izquierda — me informó apresuradamente.
— Haz lo que quieras — respondí, restándole importancia.
Con un gesto de decepción, Jackson rueda los ojos y se encamina decidido hacia la habitación que ha elegido. Mientras tanto, yo me aventuro a abrir una puerta al azar, sin saber qué me deparará el destino.
Al cruzar el umbral, mis ojos se encuentran con un panorama deslucido: las paredes están pintadas en un tono insulso de azul celeste, transmitiendo una sensación de monotonía. Una cama demasiado grande que ocupa gran parte del espacio, pareciendo imponerse sobre el resto de los muebles. Una modesta mesita de noche, un armario común y corriente, una peinadora sin ningún toque especial... nada parece destacar en esta habitación. Incluso la ventana, aunque grande, no logra disipar la sensación de desencanto que se apodera de mí. Y para rematar, en la pared se encuentra un espacio vacío que reza la palabra "Fotos", como una burla cruel recordándome que no hay recuerdos significativos para exhibir.
— Genial — murmuro con una nota de sarcasmo, incapaz de ocultar mi decepción ante el panorama desolador que se despliega ante mis ojos.
Salgo de aquella decepcionante habitación y desciendo las escaleras en busca de mi maleta y mochila, abandonadas en la sala por mi padre. Llevarlas resulta un esfuerzo considerable, subo cada escalón con dificultad, sintiendo el peso en mis brazos y hombros.
Una vez en mi habitación, dejo todas mis pertenencias sobre la cama y coloco mi mochila en mis piernas. Extraigo una lámpara giratoria de luz nocturna en forma de una luna plenilunio. Al apagar las luces, la habitación se transforma en un fascinante universo proyectado en las paredes, una galaxia entera en mi propio refugio. Es una vista espectacular, pero no alcanza la magnificencia de una noche estrellada en el cielo. Antes que nada, debo confesar que tengo una pequeña obsesión con las estrellas.
Me pongo de pie, saco de mi bolsillo la única fotograf í a que poseo junto a mi madre y la adhiero a la pared. El resto de las imágenes las conservo en mi celular, pero ésta, en particular, merece un lugar especial. Con todas mis cosas debidamente acomodadas, me encamino hacia el baño. Desnudo mi cuerpo de cada prenda y me adentro en la ducha. Ajusto el agua para que esté fría, ya que me ayuda a despejar la mente y a no pensar demasiado en todo lo que ha sucedido. Una vez finalizada mi limpieza, elijo la primera prenda que encuentro en el armario: un suéter acogedor, unos jeans y mis tenis de confianza. Recojo mi cabello rubio en una coleta alta y me observo en el espejo, lista para enfrentar lo que me depara el resto del día.
Salgo de la habitación y me dirijo hacia la sala de estar, con la curiosidad desbordante en cada paso que doy. La casa se presenta como un recinto silencioso y solitario. Por lo que decido embarcarme en una exploración minuciosa antes de acercarme a la cocina.
Y ahí, en medio de aquel espacio, se encuentra mi padre, sentado en una de las sillas junto al mostrador, una taza de café descansando en su mano derecha mientras su atención se encuentra absorbida por la pantalla de su laptop. Al percatarse de mi presencia, cierra rápidamente la computadora y levanta la mirada para encontrarse con la mía. Mi padre siempre ha sido atento con nosotros, pero desde la part i da de mi madre, su dedicación y cariño se han intensif i cado.