Pip... pip... pip...
Era lo único que logré escuchar desde mi posición en un lugar desconocido, mis ojos permanecieron cerrados, todo era oscuridad profunda a mi alrededor solo había oscuridad, me sentía suspendida en un pozo muy profundo, sin salida alguna.
¿Dónde estaba?, ¿Acaso estaba muerta?
Intenté recordar algo, lo que sea, solo para saber cómo llegué hasta ahí, aunque no supiera distinguir en donde me encontraba. Me concentré en vagar por mi mente a través de recuerdos lejanos. Sentí mi piel erizarse al recordarme gritando con horror puro, aún recuerdo el dolor...
Tenía frío, mucho frío. Temblé en necesidad de un poco de calor para mi cuerpo.
Mi oído se agudizó y a solo unos pasos de mi posición escuché murmullos, varias voces hablando al mismo tiempo y no logré mantener mi atención en ninguna de ellas, todas hablan al mismo tiempo interrumpiéndose entre sí.
Mi cuerpo dolía moderadamente en cada una de mis extremidades. Me sentía débil y muy poco capaz de moverme.
Mis párpados revolotearon muy vagamente, se sentían pesados sobre mis ojos. No podía abrirlos. Comencé a asustarme y mi respiración se aceleró con cada respiración que tomaba, sentía a mi corazón palpitar muy fuerte contra mi pecho como si fuera a salirse de mi caja torácica. Necesitaba mantener la calma o si no me daría un ataque de pánico ahí mismo y nadie me ayudaría.
Me mantuve quieta, intentando mantenerme serena, no me serviría de nada entrar en pánico. Hice un esfuerzo por abrir mis ojos, tuve la necesidad de ver donde me encontraba. Cuando logré abrir mis ojos, vi luz, solo un poco, pero al menos logré abrir mis ojos por unos segundos.
—Ella está despertando, doctor —escuché decir a alguien desconocido, con voz suave pero firme al mismo tiempo. Una mujer. Intenté mover mi brazo, necesitaba palpar algo para sentirme segura.
—Coloca anestesia en el suero, por favor —dijo otra persona con voz gélida. Un hombre. Mi imaginación creo la imagen para el dueño de esa voz. Un señor alto y de edad avanzada, con cabellera blanca y unos anteojos cubriendo sus ojos.
¿Quiénes son?
Con todo mi esfuerzo hice otro intento por abrir mis ojos y al fin lo conseguí, pero fracasé cuando vi la luz incandescente y volví a cerrarlos.
Bravo.
—¿Pulso? —preguntó el mismo señor.
—Normal, doctor —respondió otra voz desconocida, con tono cantarino y jovial. Otra mujer.
Doctor...
Estaba en un hospital. ¿Cómo llegue ahí?
Solo recordaba el dolor y luego la oscuridad en la que me sumí, solo eso.
En otro intento por fin pude lograrlo y mis ojos se abrieron, parpadeé un poco para acostumbrarme a la luz que entraba por la ventana y se reflejaba en las paredes blancas. Se sentía raro, como si no hubiera visto la luz por mucho tiempo. Estaba en una habitación, rodeada de máquinas y equipamiento médico. La habitación era privada y muy reluciente de color blanco. Ese aroma característico de los hospitales inundó mis fosas nasales y lo noté recién hasta ese momento.
Por el rabillo de mis ojos pude notar que había tres personas conmigo, eran el hombre y las dos mujeres quienes me observan, ellos eran quienes hablaban. Hice una mueca de dolor cuando sentí un pinchazo en mi brazo derecho. Alcé mi brazo libre y lo utilicé para frotarme los ojos. Aún seguía un poco perdida.
Intenté tragar saliva, pero no lo conseguí. Tenía la boca seca al igual que mis labios, como si no hubiera bebido agua por días enteros. Estaba confundida y perdida.
¿Quién me trajo hasta ahí?
El doctor no me prestaba atención porque anotaba algo en una planilla. Era un señor de estatura mediana y cabello castaño con algunas canas, de perfil pude ver las arrugas de la vejez en sus facciones. Cuando alzó la vista hacia mí, sus ojos castaños me escudriñaron, hasta el tope de hacerme sentir nerviosa. Con cautela se acercó a mi lado y tomo entre los dedos de su mano una delgada linterna.
—Sigue la luz con tus ojos —ordenó. Comenzó a guiar la luz de un lado a otro y obedecí haciendo lo que él pidió. Luego la apagó y volvió a anotar algo.
—¿Cómo se encuentra, señorita? —me preguntó ahora un poco más gentil. Intenté responderle, pero mi garganta picaba por la falta de agua. Una de las enfermeras se percató de eso, ya que se acercó en mi dirección con un vaso de agua y me lo ofreció. Casi sin dudarlo, lo acepte y bebí el agua de una estocada, sintiendo como refrescaba toda mi boca. Aclarando mi garganta, encontré mi voz y respondí:
—¿Qué paso?, ¿Por qué estoy aquí? —mi voz salió rara, diferente. Ronca y pastosa. El doctor anotó otra vez antes de volver sus ojos verdes hacia mí.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó, y noté como evadió descaradamente lo que dije.
Fruncí mi ceño.
—Me llamo Ocean Kanae.
—¿Cuántos años tienes, Ocean? —volvió a interrogar.
—Diecinueve.
—¿Qué es lo último que recuerdas?
Intenté recordar algo, aunque sea vago.
Era de noche y escapé de casa, solo podía pensar en huir de la realidad que me rodeaba. Estaba devastada.
—Yo... conducía —dije evadiendo parte de la historia que recuerdo—. Era de noche y llovía, estacioné en la banquilla y luego solo recuerdo dolor y todo se puso negro.
Él continúo anotando y se giró hacia la enfermera quién se había mantenido en silencio.
—Comunica a sus familiares que ella despertó, no ha perdido la memoria y puede recordar con facilidad—ella asintió y salió de la habitación.
—¿Qué me ocurrió? —les pregunté en un murmullo. La otra enfermera se acercó a mí y elevó con un control la cama en donde me encontraba, hasta quedar medio sentada.
—Tuviste un accidente automovilístico —responde el doctor. Es ahí cuando noté que ambas de mis piernas estaban enyesadas. Llevaba puesta una bata de hospital esterilizada y estaba desnuda debajo de la simple tela, tenía algunos raspones cicatrizados en mis brazos y eso me hizo pensar que estuve mucho tiempo ahí, pero ¿cuánto?