Ocho pasos

Relato corto

 

     Me apresaba la desesperación con cada paso y salto que daba, no por el cansancio, sino por la repugnante sensación de mi cuerpo macerado por el sudor. Debí haberme dado cuenta que era un pésimo día para haber tomado esa decisión.

     La tía Mel solo me permitía andar de mi habitación al baño; trayecto que conocía mejor que la palma de mi mano: media vuelta a la manija de cobre, ocho pasos sobre la alfombra del corredor, una mesa y un horrible florón con agua sucia y polillas al cuarto paso, y al sexto, un cuadro de quien sabe que señora pálida de mejillas rosadas. Ese cuadro me asustaba más que la misma casa.

     Los ladridos de Toby no me dejaron dormir toda la noche, estoy seguro que él también sabía lo que pasaría. Esa mañana, cumplí con mis tareas tal como la tía me ordenó, traté de hacerlo del mismo modo de siempre para que no sospechara, algo fruncido, refunfuñando entre dientes y aguantando uno que otro jalón de pelos. Y mientras limpiaba la cocina, tomé lo que mis nervios me permitían, cinco panes y una caja de cerillos que escondí en la funda de basura.

     Cuando la tía Mel se fue, dejó absolutamente todo con llave, como era de costumbre. Tomé los panes y los cerillos de la basura, y junto con una vieja pero afilada navaja de mi abuelo y todos los cordones que pude encontrar, los metí en la bolsa de mi almohada. Era mi tercer viaje al baño, sabía lo que tenía que hacer pero mi corazón quería salir corriendo de mi pecho así como yo por esa ventana; hasta que lo hice. Lancé las pocas cosas que había tomado y, una vez afuera, tomé una pala del patio, liberé a Toby de su jaula, até mi mejor nudo al rededor de su cuello con los cordones que había llevado y, amarrándolo a mi muñeca, fuimos libres. Mis piernas temblaban tanto que cuando me percaté que no llevaba zapatos ya era demasiado tarde, Toby y yo habíamos saltado el muro del patio que nos llevaba al bosque.

     Toby era un saco de huesos con una fuerza sorprendente que no dejaba de halar hacia un lado de la carretera; si no hubiese sido por las pintorescas manchas rojas que dejaban mis pisadas en el pavimento, no me hubiese percatado del calcinante calor. Nos adentramos en el bosque, no lejos de la carretera; solo recuerdo someterme lentamente al sueño que me vencía, mientras Toby lamía las plantas de mis pies.

     Para cuando habíamos llegado al puente, el sol nos había sacado el alma a ambos, aunque Toby parecía tolerarlo mejor que yo. No podía liberarlo todavía; su irracional lealtad se aprovecharía de su infalible sentido del olfato para llevarlo de regreso a ese detestable lugar, tan solo para extender su martirio. Así que le di los panes que cargaba en la bolsa, uno por uno, para prolongar su dicha. Era toda la comida que traíamos, pero yo todavía podía con el hambre.

     Del otro lado del puente las cosas no eran muy diferentes, no sabía si Toby extrañaba la seguridad de su jaula o la sorpresa de la inesperada visita de la tía Mel con un plato de sobras. Los siguientes kilómetros fueron los más difíciles; en medio del bosque, caída la noche, encendí una fogata y saqué lo que traía en la bolsa.

     La mañana siguiente me sentía renovado, de cierta forma también Toby. Con los cordones que quedaron, até mi mejor lazo alrededor del árbol, en honor a él, cerca de los restos de la fogata. Todavía quedaban trozos de su carne entre mis dientes; sé que Toby está agradecido. Si algún día vuelvo a caer en manos de la tía Mel, solo espero que alguien me libere como lo hice con él.

 

R. Cordero



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En el texto hay: miedo, huida, final inesperado

Editado: 11.03.2021

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