Soy un hombre muy viejo y encontré el último frasco de purpurina que me quedaba, de allí salió este relato. Lo busqué por muchos años y lo encuentro ahora que tiré algunas cosas de la alacena que expiraban hace cinco años. Los duraznos en almíbar parecían aceitunas negras. Estaba justo en medio de la mermelada de zarzamora y una caja de cereal de maíz. Vivo solo y me rehusé a que me enviaran a un asilo porque me opongo completamente a la idea de que la muerte tenga que aparecer en el fondo de mi vaso de gelatina verde o debajo de la espuma de mi baño de esponja. Ahora tengo comezón y la sensación de que hasta la pluma y el papel deben tener comezón, y me causa una profunda tristeza el saber que no tienen uñas. Últimamente todo me causa tristeza, últimamente no entiendo las sonrisas. El relato que estoy por contar no es de índole fantástica, porque sucedió, como muchos relatos: solo que este es real, como mintió Borges una vez.
No importa qué año corría, importa el mes: junio. Importa porque todos debemos saber que los dioses descansan todo el mes de junio como creadores del universo. Como todos los artistas, tienen un periodo de sequía creativa eso significa que todo lo que nace y muere en ese mes fue creado en modo automático y tiende a desaparecer sin que nadie, ni los dioses, se den cuenta. Siempre he rolado turnos en cuanto a creencias, no me gusta tener favoritos así que cada mes creo en creadores diferentes: diciembre Jesús, enero Alá, febrero Yahveh, marzo Zeus, abril Ra, mayo Shiva, junio Brahma… aunque lidiar con los celos de cada uno es un dolor de cabeza de proporciones divinas.
Esa mañana no había visto volar un solo pájaro. Estaba realmente preocupado. Nadie se dio cuenta ¿quién lleva los horarios las aves? Aquí nadie puede opinar acerca de los pájaros porque nadie tiene alas. Mario se dio cuenta de mi cara. Mario tenía una cara [ilegible]…
—¿Ya te diste cuenta?
—¿Qué?
—Hoy no hay pájaros…
—Pero siguen cantando, se escuchan.
—Entonces eres un hombre de fe —me dijo—, tú crees que las aves siguen allí solo porque cantan.
—Es que tengo miedo de verificarlo.
Mario, fiel seguidor de las estrellas, se percató de que yo las veía por el tragaluz, dijo que si algún día las veía no tenía que hacerlo con “te extraño” atravesados en la garganta con una ilusión imposible en la cabeza, o algún sentimiento atorado en el corazón, tenía que mirarlas sin sueños ni sentimientos:
—Como si fuese concreto —me dijo—, imagina que es un tapiz que se cambia cada que amanece.
—No sé si sea lo correcto, Mario.
—Mirarlas como tú es un pecado. Ellas parpadean milenios como para gastarlas en ilusiones de un solo hombre.
Escorpio era su favorita, pero jamás me lo confesó. Lo sabía porque sus cuadernos estaban llenos de ella, en diferentes posiciones, colores y hasta formas a veces los veía como látigos de tres correas, una serpiente enorme, una salamandra monstruosa, una cola de león…
El Gran Show empezó alrededor de las seis de la mañana… el cielo era púrpura y los gritos casi los podías tocar. Desperté, Mario no estaba en la cama y salí al umbral en bata. ¿Cuántas veces el hombre ha querido encontrar su lugar entre las estrellas? ¿Cuántas veces ha querido elevarse al cielo y no bajar jamás? Aquel día no nos elevamos, pero ellas bajaron como copos de nieve en pleno junio.
Solo levanté mi cara desde la frontera entre la calle y la puerta, el cielo me caía en la nariz, el cielo se estaba cayendo de a poco. Como canela púrpura derrumbándose sobre el asfalto gris, el pasto y en el techo de las casas. Era un polvo finísimo, algunos gritaban, pero nadie se atrevió a salir de su casa.
Hasta que dejó de tener ese color, se estuvo desplomando el cielo en forma de polvo púrpura que te manchaba las manos. Purpurina púrpura: teníamos el cielo en nuestros pies, lo pisábamos, nadábamos en él.
Las personas salieron a jugar por la tarde, no voy a mentir, todos lo hicimos. Sabíamos que era cielo, pero quisimos imaginarnos nieve. Hicieron montañas de cielo, fuertes de cielo, bolas de cielo, rampas de cielo. Éramos buzos de nuestro propio cielo. Nos llegaba a la cintura, pero abrimos paso con palas para poder pasar entre la purpurina. Había lunares blancos y brillantes: eran las estrellas, estaban todas allí sin perder la forma de su constelación. El cielo no podía venir sin sus fieles compañeras. Algunos, los más melancólicos, buscaron debajo de las estrellas y encontraron algunas promesas rotas, algunos recuerdos escondidos en los núcleos más brillantes, encontraron fantasmas que creían olvidados.
Yo encontré a Mario en la constelación de Escorpio… debajo de la Pinza Sur, enterrado en las estrellas y con todo el cuerpo de color púrpura. Ahora todos se divertían menos yo… yo solo veía el cuerpo de Mario enterrado en las estrellas, mis lágrimas caían al cielo.