Esa noche de octubre parecía interminable. Mis ojos se paralizaron al ver esa figura indescriptible. Sus manos parecían serpientes heladas. Ardía la piel al tacto; se me adhirieron sus dedos húmedos entre las piernas y no me dejaban respirar con claridad. Era una criatura repulsiva, oscura, casi invisible entre la penumbra de la habitación.
Aquella tarde muriente, caminaba apresurada entre las calles, intentando buscar refugio del intenso vendaval que comenzaba. El viento helado silbaba entre los árboles, cimbraba sus ramas y desprendía las hojas, que me llovían en la cara como ráfagas caprichosas, agresivas. No lograba poner mi mente en claro. Me acababan de asaltar aquellos dos adolescentes con sus estúpidas máscaras horribles. Tenía que recorrer toda esa distancia hasta mi departamento. Se me hacía una eternidad el camino y tuve que atravesar el parque. A lo lejos, escuchaba a unos chiquillos pidiendo su “calaverita”. Había pocos, porque sus madres decían que los dulces se pedían solo en “día de muertos”, que el treinta y uno de octubre era costumbre gringa. Y los tontos chamacos que pedían a esas horas solo encontraban silencio y rechazo.
La nube negra se acercaba cada vez más amenazante, la noche me observaba con una sonrisa fría y burlona. Intenté correr, pero mis torpes pies tropezaron con las baldosas quebradas, un tacón se me desprendió y mi tobillo tocó el piso. Tuve que continuar, cojeando dolorosamente.
En un momento, sentí que mis pies se hundían, luego, que flotaban. Estaba nerviosa y comencé a experimentar ansiedad y temor. Después, mi imaginación me situó en el cementerio y caminaba por entre las tumbas. Me sentí angustiosamente confundida.
Me encontré lejos de las baldosas, en un espacio de tierra y hojas secas. Mi mente me seguía jugando bromas pesadas cuando me pareció escuchar una risilla irónica entre el viento. Aceleré el paso y, sin fijarme, metí el pie lastimado en un hueco lleno de lodo. Caí pesadamente al suelo, con la cara sobre la tierra. Cuando intenté incorporarme, alguien me ayudó, sosteniendo bruscamente mi brazo. Giré la cabeza, pero asombrosamente, no vi a nadie. Pensé que eran mis nervios. Seguí mi paso y volví a escuchar aquella risilla que me causaba escalofríos. Pensé que sería algún chiquillo tratando de asustarme. Me detuve y grité: “¡Deja de molestar, escuincle tonto! No me das miedo”. Entonces, me estremecí de pies a cabeza; la vocecilla repitió como eco mis palabras: sentí una respiración cerca de mi oído. Seguía sin ver a nadie. Tragué saliva lentamente y proseguí, sintiendo mis latidos como golpes en el pecho. La salida del parque estaba aún fuera de mi vista. El viento soplaba fuertemente y me empujaba hacia atrás… o me jalaban… o me detenían… no lo sé. Entré en pánico y me faltó el aire. Perdí el conocimiento.
Desperté en una habitación lúgubre y maloliente, mis cosas no estaban, me habían despojado también de la ropa. Sentí un terror escalofriante cuando vi aquellos ojillos brillando entre la penumbra. No me podía mover, descubrí que estaba atada, recostada sobre una tabla fría. Mis brazos, atados en forma de cruz y mis piernas abiertas, atadas a unos tubos. El aire me faltaba. Fue entonces cuando esa criatura oscura y deforme comenzó a recorrer con sus dedos pegajosos mi cara, bajando por mi boca. Yo quería gritar, pero no me salía voz. La náusea invadió mi garganta y tragué mi vómito. Tosí con fuerza y la criatura se rio, pero, después, la escuché emitir unos sonidos extraños, unos gemidos suaves.
Siguió recorriendo lentamente, con sus dedillos alargados, mi cuello, llegó a mi pecho. Tocó mis senos con ambas manillas, apretó mis pezones libidinosamente con las puntas de sus dedos. A pesar del terror que experimentaba, mi cuerpo reaccionó y sentí excitación. Siguieron bajando las manillas viscosas por mi vientre y, al llegar a mi vulva, abrieron mis labios y los recorrieron por dentro, buscando, tratando de entender su forma, investigando su sensibilidad. Mi clítoris palpitaba. Cuando lo rozaron, mi cuerpo se encendió. No lograba comprender lo que sentía: Esa desesperada inquietud, ansiedad urgente. Estaba siendo poseída físicamente por una criatura no humana. Penetró mi vagina con su largo dedo y esta la succionaba en un frenesí enloquecido. Acercó su oscura cara y sacó algo que entendí una lengua larga, ancha y rígida, que lamió por completo cada milímetro de mi vulva, hasta que la penetró con severidad.
Yo ya no podía más, dentro de mi emoción aterrada, la excitación sexual era increíblemente intensa. No tuve más que dejar de luchar, entregarme y gozar de una sensación jamás antes experimentada. Mi pelvis era un remolino. Un calor intenso desde mi útero envolvía todo mi cuerpo, que se estremecía y se retorcía de placer. La posesión sexual duró horas, el orgasmo era interminable. Mi mente alucinaba, enloquecía. Perdí de nuevo el conocimiento.