Oda por la Estabilidad Bipolar

Parte IV

 

Parte IV

 

 

La banda sonora del film ‘El último samurai’ suena a mi llegada a casa.

Llueve.

Ha llovido desde primera hora de la mañana.

 

Me siento más aturdido de lo normal.

Se me ha juntado una toma agresiva de medicación en la noche de ayer con el pinchazo matutino mensual.

Lamentablemente, no puedo tener más a tiro la elección de temática para este texto que nos ocupa: La medicación.

 

Hay multitud de enfoques para este elemento tan importante en la búsqueda de la estabilidad.

Unos, desde el otro lado de la barrera, afirman que es lo único que puede mitigar los síntomas de los trastornos.

Otros, cara a cara frente al depredador mental, consideran que los medicamentos merman más que favorecen.

Incluso hay terceros obcecados con que es el precio a pagar de los que viven del cuento.

 

Se trata de un escenario de desgaste para el que padece el verdadero problema.

Cada una de las crisis que sufra a lo largo de su vida enriquecerán los argumentos del resto.

¿Cómo se puede explicar que el verdadero infierno se encuentra anidado en cada instante de nuestro día a día?

No hablo de sentirse sedado hasta el punto de perder todo atisbo de creatividad.

No hablo de perder esa chispa que, a algunos, nos conecta al lado más misterioso y mágico de la vida.

Pues eso, aunque ya de por sí resulte en tragedia para el enfermo, es el precio que al parecer la gran masa social disfruta cobrando. Unos lo disfrutan en su día a día laboral, otros lo paladean viendo en qué acaba convirtiéndose quien un día fue especial.

Es la factura ineludible. El impuesto por perder la cabeza.

Sin embargo, no considero que el verdadero infierno more ahí.

Se trata de la tortura a la que es sometida nuestra psique lo que más desmoraliza y atenaza.

Como si nuestra voz, en off, enumerase continuamente, como quien reza diariamente un rosario, los puntos en los que más duelen las heridas.

Finalmente, se llega a la amarga bifurcación dentro del laberinto.

A un lado, seguir la lucha que va quemando por dentro. Como el salmón a contracorriente. 

Al otro, aceptar la bárbara ingesta de medicación. 

 

Hasta aquí, mi punto de vista clásico.

 

 

Sigue lloviendo.

Ahora debería venir el momento en el que tomo mis armas literarias, y mediante un tenaz escrutinio comienzo a cortar las cabezas de quienes creo buscan mi ruina.

No obstante, algo ha cambiado. Pues me siento abatido y cansado.

Repasando lo escrito y contrastándolo con mis últimos años de vida, la pregunta que el duende caprichoso de mi mente hace es la siguiente:

 

¿De qué ha servido ir tanto tiempo al revés?

 

Con la cuestión formulada de este modo, el cansancio viene a abrazar al resentimiento. El abatimiento dando la mano al dolor.

La respuesta es que ha servido para aislarme del mundo.

Para tener miedo a relacionarme, por temor al ridículo y la pérdida. 

La vida fuera de los muros de mi hogar ha pasado a ser una peligrosa selva, plagada de depredadores gigantescos y habilidosos asesinos diminutos.

Yo fui una persona que caminaba resuelta por el mundo. Con desparpajo y chulería.

Anticipándome al duende y sus preguntas punzantes, reconoceré desde ya mismo que me cuesta mirarme al espejo.

El precio no es el de más de tres décadas de pesadillas.

El verdadero importe no está en el sobrepeso de un ex deportista.

El gran despilfarro y la absoluta ruina acometen desde una mirada que empieza a vaciarse. Más concretamente, a llenarse de algo oscuro que poco tiene que ver con su brillo original.

 

Escucho el sonido de la lluvia mientras enciendo un cigarrillo en este punto intermedio.

Queriendo hablar de un nuevo comienzo, no encuentro otra cosa que mi propio final.

Todo va adquiriendo la forma de algo cíclico. Algo acerca de reinventarse para renacer.




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