Odisea

Capítulo 2: Enseñanzas ancestrales

La noche había caído sobre la ciudad, y el joven caminaba en silencio por la orilla del río Zahuapan, aquel río que le da un toque único a Tlaxcala. La luna llena brillaba en lo alto como un lucero colgado por los dioses, y las jacarandas, en flor, cubrían el paisaje con su lila encantador.

Neto —como le gustaba que lo llamaran— se sentó bajo uno de aquellos árboles. Cerró los ojos y respiró profundo. Era un lugar ideal para pasar el tiempo. El murmullo del agua, el perfume suave de las flores, la brisa nocturna… Todo invitaba a meditar.

Algunos recuerdos comenzaron a surgir. Se llamaba Ernesto y tenía quince años. Desde pequeño, siempre sintió un llamado por la naturaleza. Le gustaba perderse entre árboles, explorar barrancas e imaginar que el mundo aún guardaba secretos esperando ser descubiertos.

Pero no todos compartían su entusiasmo. Tiempo atrás, había invitado a unos amigos a salir en busca de aventuras. Ellos se rieron de la idea. Lo rechazaron. Neto se sintió herido. Sin embargo, un pensamiento cálido le cruzó el pecho: Lupita.

Lupita era distinta. Parecía compartir su anhelo por lo extraordinario. Recordó aquella vez que le habló de salir juntos a buscar lugares mágicos. Ella sonrió y asintió con los ojos brillando de emoción. Ese recuerdo le devolvió la esperanza.

—Mañana —se dijo mientras miraba la luna—. Mañana iré a buscarla.

Se recostó bajo la jacaranda, dispuesto a dormir. Pero no alcanzó a cerrar los ojos del todo cuando una figura oscura descendió como un rayo desde el cielo. Una silueta humanoide, ágil como el viento, apareció frente a él. ¡Era la misma figura enmascarada de antes!

Sin mediar palabra, el enmascarado comenzó a atacarlo. Neto, sorprendido, reaccionó como pudo. Aunque no era un experto, tenía nociones de artes marciales. Se defendió como pudo, esquivando patadas y golpes precisos. El atacante era increíblemente ágil, sus movimientos parecían coreografiados en el aire.

Neto intentó contraatacar, pero no lograba tocarlo. Estaba superado. Acorralado. Justo cuando pensaba que sería vencido, el enmascarado se detuvo de pronto. Lo miró, en silencio… y desapareció con la misma velocidad con la que había llegado.

—¿Quién demonios era ese tipo? —susurró Neto, mirando hacia el cielo estrellado, con el corazón palpitando aún.

A la mañana siguiente, Neto decidió no pensar más en lo ocurrido. Tenía una misión: encontrar a Lupita. Se dispuso a caminar, mientras a su alrededor la gente murmuraba con preocupación.

—Dicen que ya van diez desaparecidos…

—Y todos en los últimos dos días…

El miedo estaba en el aire. Algo extraño pasaba en la ciudad.

Neto llegó a la casa de Lupita y tocó la puerta. Ella salió al poco rato y al verlo, sonrió con alegría.

—¡Neto! —exclamó.

—¿Puedo pasar?

—Claro, ven —dijo ella, haciéndose a un lado.

Una vez dentro, Neto no perdió tiempo.

—¿Recuerdas aquella idea que te propuse hace tiempo? —dijo con entusiasmo—. La de salir a buscar lugares mágicos… ¿Aún quieres hacerlo?

Lupita lo miró con ternura, pero también con una sombra de tristeza en los ojos.

—Ay, Neto…

Él comprendió. El brillo de su mirada se apagó un poco.

—Hay cosas más importantes —continuó ella—. Como la escuela, por ejemplo. Mi mamá me lo dice todos los días. Yo quiero ser doctora, Neto. Quiero salvar vidas.

Neto asintió con una sonrisa comprensiva.

—Lo entiendo.

—Además —añadió ella, arrugando la nariz—. ¡Te hace falta un baño! ¡Apestas!

Ambos rieron. La tensión desapareció por completo.

Doña Leonor, la madre de Lupita, apareció en la sala y lo recibió con los brazos abiertos.

—¡Ernesto! Qué alegría verte. Anda, quédate a comer con nosotras. No se ve todos los días a un joven tan especial como tú.

Lo invitaron a bañarse, le prestaron ropa limpia y compartieron un almuerzo sencillo pero delicioso: pollo rostizado y tortillas calientitas hechas a mano. Durante la comida, rieron, recordaron viejos momentos y se sintieron como una pequeña familia.

Al anochecer, Neto se levantó para marcharse. Pero Doña Leonor se preocupó.

—¿Y dónde piensas dormir, hijo? ¿No sabes que está desapareciendo gente?

—No tengo dónde quedarme —admitió Neto.

—Entonces aquí te quedas. No aceptaré un no por respuesta.

Esa noche vieron una película los tres juntos. Comieron palomitas, rieron y hablaron como si el mundo no estuviera lleno de peligros allá afuera. Al final, Neto se quedó dormido en el sillón. Doña Leonor, con cariño, lo cubrió con una cobija.

Mientras tanto, lejos de la ciudad, en las faldas de un cerro, un grupo de figuras encapuchadas entraba a una cueva. Dentro, la oscuridad se abría paso hasta una inmensa cámara subterránea. Allí, en silencio, varias personas permanecían cautivas. Eran los desaparecidos.

Al fondo de la sala, una figura solitaria observaba. Era el mismo enmascarado. Uno de los encapuchados se acercó y preguntó:

—¿Ya es hora, mi señor?

El enmascarado asintió.

—¡El momento ha llegado!

Fin del segundo capítulo.




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