Antes de que Tlaxcala se convirtiera en su andar diario, antes de aprender a dormir con un ojo abierto y el corazón blindado, Neto fue un niño.
Uno pequeño, callado, que creció en una casa demasiado ruidosa.
Las voces siempre estaban alzadas. Los platos chocaban más de lo normal. Los “cállate” dolían más que los regaños. Su madre vivía entre turnos y cansancio. El hombre que vivía con ellos —al que nunca quiso llamar papá— era una figura borrosa de rabia contenida y promesas rotas.
Neto descubrió pronto que en ese hogar, nadie lo escuchaba.
Pero una vez, alguien sí lo hizo.
No fue una persona, sino un lugar.
Tenía seis años cuando una excursión escolar lo llevó, por primera vez, a un bosque.
Recuerda ese día como si fuera otro mundo: los árboles eran inmensos, el aire olía a tierra húmeda y el sol se colaba entre las ramas como si jugara a las escondidas. Sintió que el suelo crujía bajo sus pasos como si el bosque le hablara. Fue la primera vez que sintió eso… emoción pura, algo que no dolía, algo que no quería que se terminara.
Ahí no había gritos. Solo viento. Solo pájaros. Solo la sensación de que el mundo era más grande, más hermoso… más suyo.
Desde entonces, cada vez que la casa se llenaba de sombras, Neto pensaba en ese lugar.
Y más aún: empezó a mirar el horizonte.
Lo hacía desde la azotea, desde el salón de clases, desde cualquier calle. Era como si supiera que allá lejos, más allá de lo que los ojos alcanzan, existía algo más. No sabía qué, pero solo imaginarlo le llenaba el pecho de una alegría silenciosa. Lo impulsaba a seguir, como un faro invisible.
Los cuentos de hadas fueron su mapa. Leyó todo lo que pudo: historias de niños perdidos, de héroes desconocidos, de dragones, de magos y estrellas que guiaban a los valientes. No porque creyera que algún día sería uno de ellos, sino porque en esos mundos nadie lo llamaba estorbo.
Los libros no gritaban. Los libros no pegaban. Los libros le daban permiso de imaginar un destino distinto.
Con el tiempo, la casa dejó de ser hogar. Un día, simplemente dejó de volver. Nadie lo buscó. Nadie preguntó. Tal vez fue mejor así.
Pero esa parte de él, esa que miraba el horizonte con ojos de aventura, nunca se fue.
Ahora, muchos pasos después, Neto estaba solo otra vez… pero distinto.
Estando de pie, recargado sobre el barandal del Mirador de Ciencias, allá por San Gabriel… observaba la ciudad de noche. Las luces de Tlaxcala titilaban como si quisieran imitar el cielo. A lo lejos, los volcanes dormían, testigos silenciosos de su historia. El aire era frío, pero limpio.
La ciudad siempre fue para él, aquel hogar que nunca pudo tener.
Miró hacia el horizonte, tal como lo hacía de niño, y esta vez no buscó huir, sino sólo contemplar.
Sus ojos brillaron con esa luz que solo tiene quien ha sufrido sin perder la capacidad de soñar.
Y, como siempre, sonrió.
De verdad.
Con sinceridad.
Con esperanza.
Fin del cuarto capítulo.