Odisea

Capítulo 5. Llamarada en el Mirador.

El mirador seguía ahí. Las luces de la ciudad aún titilaban bajo el cielo nocturno. Los volcanes no se habían movido, ni el viento cambiado.

Pero algo, en algún punto, sí lo había hecho.

Neto parpadeó. Una extraña presión le recorrió la espalda, como si alguien le hubiera rozado la columna con un dedo helado. No era brisa. No era intuición. Era algo más… antiguo. Instintivo.

Se enderezó, alerta. Miró hacia los lados. Nada.

Hasta que la sombra se movió.

—Bonito lugar para morir, ¿no crees? —dijo una voz ronca desde la oscuridad.

Neto no tuvo tiempo de responder. De entre los arbustos, una figura encapuchada emergió con rapidez felina. No era alto, pero su presencia era densa, como humo caliente. En su mano, una chispa danzaba con malicia.

—¿Quién eres tú? —preguntó Neto, retrocediendo un paso.

—¿Para qué quieres saberlo? Los muertos no necesitan recordar.

La chispa se volvió llama, y la llama se lanzó como una flecha ardiente.

Neto rodó hacia un lado. La banca de metal donde estaba hace un segundo estalló en llamas.

La paz terminó.

El primer golpe fue torpe, pero sincero. Neto arremetió con una patada giratoria que habría derribado a cualquiera en su barrio donde se crió… pero no a este enemigo. El encapuchado la bloqueó con el antebrazo.

—¿Tantas agallas para esto? —escupió el atacante—. Qué decepción.

—¡¿Qué?! ¡Qué buena defensa tienes!

Y volvió a atacar. Esta vez con una furia improvisada. Neto no tenía estilo, pero tenía instinto. No mucha técnica, pero sí reflejos. Se movía como un perro callejero que ha sobrevivido demasiadas peleas: con hambre, con bravía, utilizando todo el cuerpo.

Esquivó otra llamarada. Golpeó al encapuchado en la mandíbula. El fuego del enemigo se apagó un segundo. Gritó.

Pero respondió con un latigazo de fuego que rozó el costado de Neto, quemando su camisa y dejando la piel herida.

El dolor lo dobló. El humo lo ahogó.

—Ríndete. Tú no eres rival para mí magia. No eres nada —gruñó el encapuchado.

Neto, jadeando, miró su mano ensangrentada. Y sonrió.

—Tal vez… pero tengo esto.

Y lo usó.

En el centro del mirador, en un espacio de concreto entre las bancas rotas y los faroles parpadeantes, Neto usó el entorno. Corrió directo hacia el enemigo, fingiendo otra patada, pero esta vez pisó un tubo suelto, lo alzó como si fuera una espada improvisada… y lo lanzó.

El tubo chocó contra la llama del enemigo y la dispersó.

Segundos. Eso era todo lo que necesitaba.

Saltó. Rodó. Se impulsó con la baranda, cayó sobre el pecho del enemigo con ambos pies, y lo derribó. Puñetazos. Codos. Rodillazos.

Golpeó hasta que el enemigo dejó de moverse.

La pelea había durado minutos… pero para Neto, fue como toda una vida.

Cayó de rodillas.

Jadeó.

Y entre el humo, sonrió.

No por gusto. Sino porque seguía vivo.

En otro punto de la ciudad, dos patrullas encendieron sirenas. El reporte de un incendio en el mirador de Ciencias, allá por San Gabriel, era claro. Alguien llamó diciendo que “parecía que una estrella se había estrellado”.

—Nos vamos ya —dijo el oficial Pérez.

—¿Un incendio?

—O algo peor…

Cuando llegaron, el mirador estaba cubierto de humo y cenizas.

—Allá —señaló el más joven—. ¡Hay alguien tirado!

Corrieron. Un hombre encapuchado (pero no es el Enmascarado), inconsciente, con quemaduras leves y una extraña marca en el pecho.

—¿Hay alguien más?

—Nadie en absoluto…

El oficial mayor miró alrededor. Solo fuego, bancos quemados y huellas de un combate feroz. El aire olía a metal y tierra rota.

—Pérez… creo que esto es más grande de lo que pensábamos.

El joven asintió.

A unas cuadras del mirador, bajo una techumbre abandonada, Neto dormía como un niño.

Con la herida del costado, los nudillos lastimados y una leve sonrisa.

No soñaba con gritos, ni con fuego.

Soñaba con un bosque.

Y las aventuras que le esperaban…

Fin del quinto capítulo.




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