La noche aún no terminaba.
Y mientras Neto dormía como un niño, el mundo comenzaba a resquebrajarse.
Al norte de la ciudad, por San Hipólito, una señora que volvía de trabajar jamás llegó a casa.
Un joven que salió a fumar frente a su departamento no volvió a entrar.
Dos jovencitas, que salieron a pasear, desaparecieron entre los arbustos del parque.
Los testigos hablaban de sombras.
Sombras que parecían volar.
Sombras que no hacían ruido… pero que dejaban el aire pesado como un cuarto sin ventanas.
Mientras tanto, en la comandancia:
—¿Nombre? Preguntó la oficial Castillo
—¿Por qué? ¿Acaso quieres invitarme a salir? Dijo con tono sarcástico el encapuchado.
—¡Déjate de estupideces! ¡Dinos lo que queremos saber!
—Humberto. Humberto Sánchez.
El oficial Ramírez frunció el ceño. La oficial Castillo cruzó los brazos.
—¿Y qué hacías en el mirador a las dos de la mañana, con una capucha chamuscada?
—Andaba acampando.
Castillo golpeó la mesa con la palma.
—¡No estamos jugando, Humberto!
—¿Por qué no? Deberían divertirse un rato para quitar esas caras de amargados que tienen.
El sujeto reía con la boca, pero sus ojos…
Esos ojos no reían.
Esos ojos observaban como si ya supieran lo que iba a pasar.
Mientras el sujeto, sonreía desafiante, Castillo observó un extraño símbolo en su pecho.
—¿Y esa marca en tu pecho? —preguntó la oficial.
—Un regalo.
—¿De quién?
—De la oscuridad.
En un callejón del centro, otra sombra descendía.
Los encapuchados se movían con precisión quirúrgica. No necesitaban correr.
Un joven gritó. Una mujer intentó llamar a alguien.
Nadie respondió.
El aire, en esas zonas, parecía apagado, con un frío que dolía hasta en los huesos.
Todo esto pasó, mientras la luna era testigo de la desgracia que azotaba a la ciudad.
De vuelta en la estación, un oficial llamado Benítez, que analizaba las pertenencias del capturado, llamó a Castillo:
—Jefa… tiene que ver esto.
Le mostró un mapa de la ciudad y una pieza metálica, como la que Neto encontró a la orilla del río Zahuapan, pero Castillo la reconoció porque era un símbolo que habían encontrado un par de veces en los sitios donde desaparecieron unas víctimas.
—¿Coincidencia?
—No lo creo —dijo Castillo—. Ese símbolo… está en su pecho.
Entraron a la sala de interrogatorios.
—¿Qué es esto? ¿De dónde lo sacaste?
—¿Les molesta si no respondo? Ya me están aburriendo…
Ramírez golpeó la mesa.
—¡Basta!
Humberto se inclinó hacia adelante.
Su sonrisa creció.
Sus ojos se encendieron, como carbones ardiendo en una caverna.
—Ya vienen.
—¿Quiénes?
—La noche. Las sombras. La voz que canta desde abajo.
Castillo retrocedió un paso. Humberto comenzó a desvanecerse como humo…
—¡¿Qué demonios está pasando?! —gritó Ramírez.
—Pronto lo sabrán… —dijo Humberto, ya casi sin rostro—. Muy, muy pronto…
Y soltó una carcajada tan grave que hizo vibrar las paredes.
Un segundo después, desapareció por completo.
Sólo quedó la silla.
Bajo la tierra, en lo profundo de alguna cueva en algún lugar, las sombras regresaban con sus presas.
Las victimas eran encerradas en celdas.
En un salón grande, un altar, tallado en roca negra, se miraba imponente.
Delante, de pie como un sacerdote oscuro, el Enmascarado alzaba una mano. Le trajeron a uno de los raptados.
—Silencio…
Los encapuchados callaron.
El Enmascarado se acercó a la víctima.
Puso su mano sobre su pecho.
Y comenzó a extraer una energía blanquecina, como vapor, que ascendía en espiral.
La víctima cayó muerta al instante.
La energía fue absorbida por una extraña y gigantesca estatua, que se encontraba en el fondo del salón, el cual emitió un leve pulso.
Uno a uno, las víctimas eran vaciadas.
Las almas, robadas.
La estatua, alimentada.
El Enmascarado se detuvo, alzando los brazos.
Sus ojos brillaban como cuchillas bajo una capucha sin rostro.
—Pronto —dijo—.
Muy pronto…
Fin del sexto capítulo.