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«A Palas Atena, ilustre diosa,
comienzo a cantar,
la de ojos de lechuza,
rica en industrias, que un indómito corazón posee,
doncella venerable, que la ciudad protege,
valerosa, Tritogenia, a la que solo engendró el industrioso
en su santa cabeza,
de belicosas armas dotada,
doradas, resplandecientes.»
28º Himno Homérico, c. s. VII a. n. e., tr. J. Torres
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En lo alto delos cielos, más allá del lo que el ojo mortal podía ver, se imponía el majetuoso Olimpo, Hogar de los Dioses, ciudad blancacelestial revestida en oro y plata. Por sus sendas empedradas iluminadas con oro se paseaba una majetuosa mujer guerrera. Aquella dama de imponente figura caracterizada por el casco dorado bien elevado en la frente con un penacho rojo y adornado con grifos, cordero, esfinges y caballos, su busto cubierto por lalegendaria égida que llevaba encima de su túnica blanca sin mangas o peplos no era ni más ni menos que la mismísima Atenea Ageleia–la que impera en las batallas- quien se preparaba para un nuevo renacer como mortal habiendo previsto que la Tierra se encontraba amenazaba nuevamente. Sus sandalias griegas la llevaban algo presuroso por la Ciudad Blanca. Como era costumbre antes de descendera su Santuario donde sus Caballeros la protegerían, Atenea intercambiaba breves palabras con su padre Zeus, Rey del Olimpo, sobre su desición de convertirse en una indefensa bebé humana.
Las enormes puertas de marfil con ornamentos de plata revelaron una sala amplia y elegante. Pilares corintios sujetaban el interminable techo cristalizado que dejaba ver las estrellas y las galaxias que rondaban por el infinito Universo. Los elegantes vitrales posicionados en las inmaculadas paredes infiltraban la luz del astro rey en el salón, realzando el aire de misticismo y inquestionable divinidad. Una alfombra roja acariciaba el suelo baldoso liderando hasta un precioso trono que brillaba tan intensamente como un diamante puesto a la luz. Dos columnas griegas se posiciaban a lado del asiento principal del Todopoderos Padre; en ambas un águila dorada se encontraba posada encima del ábaco con las alas desplegadas. Animal consagrado a Zeus.
La de ojos de lechuza miró alrededor, notando los catorce tronos de los dioses vacíos. Sabía que sus hermanos y hermanas se encontraban cumpliendo sus deberes o inmiscuyéndose en la vida de una joven mortal – algo concurrente con Ares, Hermes y Apolo- cosa que no podía evitar sentirse exasperada. Así eran desde el principio. Su forma de cambiar no podía reformarse, eran dioses después de todo. Y como Dioses eran de naturaleza orgullosa y soberbia.
Un resplandor sumió la sala en completa luz antes de desvanecerse conforme una figura intimidante pero no menos venerable de su padre sujetando su cetro ocupaba el trono antes vacío, emanando un poder exorbitante que sólo podía tener uno de los tres grandes: Zeus, Poseidón o Hades.
—Atenea — retumbó Kronion en forma de saludo con una sonrisa cálida en sus labios— . ¿A qué debo el honor de la visita de mimás amada hija?
— Padre —saludó con una inclinación de la cabeza antes de mirarlo seriamente— . Mi tiempo de descender a la Tierra ha llegado nuevamente para protegerla de las amenazas contra ella y sus habitantes. Antes de marcharme, te pido solamente tu bendición en defenderla como lo he hecho a través de los incontables siglos.
Un silencio inundó la sala mientras el omnipotente Zeus deliberaba las palabras de su amadísima hija. Aquella a quien le había confiado la Tierra desde que el Olimpo se fundó sabiendo que era más que apta para la responsabilidad con dicha tarea.
—Hija mía, tu petición será concedida — respondió y hizo un ademán para que ella se acercase, la susodicha caminó unos hacia él para luego detenerse a pocos metros del trono. El Señor de las Tormentas se levantó de su asiento y alzó sus manos en gesto de bendición donde brevemente una luz entre dorada y azúl elétrico rodeó sus manos. Zeus pronunció unas palabras en griego antiguo para luego posar ambas manos en la cabeza de Glaucopis. La luz posteriormente rodeó la figura de Atenea para después desvanecerse.
—Gracias, Padre — agradeció la Virgen Perpetua a lo que Zeus asintió con la cabeza antes de volverse a su trono para sentarse y sujetar su cetro.
— Que Tiqué y Niké te sonrían, hija querida.
Atenea hizo una reverencia y acto seguido se teletransportó en un haz de luz.
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