Offiuco Dance

El baile.

El suave trotar de los caballos hacía repiquetear las herraduras de forma casi rítmica, provocando un suave balanceo en el compartimiento del coche relativamente grande donde el grupo de siete personas era transportado. Precedían y eran precedidos por varios iguales, iluminando los caminos adoquinados de Praga con aquel singular espectáculo que nadie se atrevía a ver más allá de las rendijas que quedaban en las uniones de sus ventanas.

Aquellas calles desiertas y oscuras distaban mucho de todo lo contado en torno a aquella hermosa ciudad situada en territorio Checo. Los carruajes eran tirados con demasiada lentitud comparados a la expectación y nerviosismo contenido por los jóvenes que concurrían en aquella procesión, venidos de todos los rincones de la Republica Checa estaban ávidos a saber que aquello, además de una presuntuosa gala, era una competencia por resaltar.

La hostilidad entre los propios acompañantes sentados uno frente al otro podía tomarse y deshebrarse en hilos delgados.

Pronto las diligencias que punteaban el grupo se adentraron tras el límite del centro de la ciudad donde todo había sido cerrado y reservado solo para aquellos afortunados que pudieron precisar la invitación en sus manos. Cualquier entendido sabía que no por cualquier motivo, aún de importancia gubernamental, podía ordenarse cerrar todos los edificios que componían el castillo de Praga. El castillo más grande del mundo.

Un indiscreto hipido escapó de la boca de una castaña ataviada en un vestido ciruela y el cabello recogido en un elaborado moño, pasajera del primer carruaje, cuando el transporte los llevó a serpentear debajo del gótico puente que suponía la parte inferior de la torre azabache del castillo, la torre de pólvora.

— ¿A caso no se encontraba este paso cerrado al tránsito? — La dubitativa voz de la misma chica a quien el susto le había jugado en contra se dejó escuchar, sin dirigirse a nadie en particular.

— No es paso para vehículos, supongo que han conseguido algún beneficio para permitir el paso de los caballos —. El rubio de cabello por debajo de los hombros, atado en su nuca con un sobrio nudo de listón blanco fue quien respondió en un acento checo mucho más pulido que el de su interlocutora, delatándose como residente central del país.

No había mucho ánimo de elocución en ninguno de los 23 carros moviéndose a tropel, fue recién tras la abrumadora silueta oscura de la torre de pólvora que algunos se aventuraron a hablar. Para suerte de muchos sus voces encontraron eco, en el peor de los casos se vieron forzados a callar y seguir admirando el paisaje gótico urbano y desierto que ponía farolillos de guía solo para sus ojos.

Las siluetas imponentes terminadas puntas y cúpulas vistosas se pintaron contra el firmamento oscuro a medida que avanzaban y cuando por fin los cocheros tiraron de las bridas para hacer detener el tropel de los caballos hubo más de un suspiro antes de enfilarse a bajar. Cada uno a solitario, moviéndose en los mismos grupos de siete sin que nadie se ayudara en particular.

— Prašná brána — La pronunciación checa de la torre de pólvora atrajo la tención de los otros seis que formaban el primer grupo arribado al lugar y  que ahora se veían detenidos por la misma chica que antes había tenido tanta impresión hacia la torre.

— Creo que todos la hemos visto —. Comentó con una ligera nota de hastío la otra fémina en el grupo, echando hacia atrás las perfectas ondas caramelo que le enmarcaban el rostro pálido.

— Fue la casa de alquimistas, la torre que jamás entró en los dominios de lo que reyes y reinas escondieron a sus súbditos. Prašná brána no tiene en su centro un puente, guarda una puerta que mantiene dentro los indeseable.

La carcajada de mofa venida del alto rubio que antes ya había entablado conversación con la castaña no tardó en dejarse escuchar, atrayendo la atención de nuevo hacia él mientras uno de sus mechones se soltaba de la coleta y le corría por el costado del rostro de forma perfectamente estética.

— Estáis en Praga, una ciudad de verdad. Dejaos de cuentos, provinciana, a menos que prefiráis regresar a la escuela campirana donde pertenecéis —. El sonido de cascos contra los adoquines marcó la llegada del segundo carruaje y ello impulsó al grupo a moverse. De forma muda aquella competencia había formado equipos forzados entre aquellos que compartieron su camino por la nocturna Praga, aún a sabiendas de que el trofeo era individual.

Los adoquines juntos y las ranuras de unión pronunciadas pusieron a prueba las habilidades de equilibrio sobre las precarias agujas sacadas hace poco de los aparadores que calzaban los pies de cada invitada a aquella reunión y pocos, contados apenas con los dedos poseídos en la dos manos, fueron los caballeros que fungieron de socorristas brindando un brazo de apoyo, el resto solo estaba ocupado en moverse por el lugar y encontrar el acceso a la reunión antes que nadie.




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