Ofiuco

Capítulo final: Correr o morir

—¿Cómo que no irás? Son las olimpiadas regionales, ¿acaso no comprendes la magnitud de una victoria ahí?

—Claro que lo sé, pero no me siento listo todavía. Tú sí deberías competir, yo lo haré el año que viene.

—Estás bromeando, casi siempre me ganas cuando competimos. No obstante, ahora soy mucho mejor. No me digas que crees que, si tú participas, no habrá posibilidad de que yo sea el ganador.

—No, no, por supuesto que no. Sé lo bueno que eres y estoy seguro de que ganarás. Sin embargo, si yo compito, tú ...

—Basta de pretextos, no aceptaré que desperdicies tu potencial sólo porque piensas que ganar arruinará nuestra amistad. Además, yo seré el vencedor y será muy aburrido serlo si tú no hubieras sido mi rival.

—Está bien, pero recuerda que te lo advertí.

—Y algo más. Nada de ventajas. Lo daremos todo ese día.

Ese fue el día que convencí a mi mejor amigo de entrar a la competencia regional de natación. Si tan solo me hubiera resignado a su decisión inicial, nada de esto hubiera pasado.

Recuerdo que, luego del trágico accidente, estuve desmayado por dos días. Desperté en la cama de un hospital. Mi madre se hallaba dormida en una silla, frente a mí. Estoy seguro que pasó los dos días en el hospital esperando que despierte.

—Mamá —dije en voz alta para despertarla. Ella se levantó y me preguntó —: ¿Qué pasa cariño?

—Quisiera hacerte una pregunta. —contesté.

—Si es el por qué estás en un hospital, pues sufriste un desmayo. Pero descuida, no es grave dijo el doctor.

—No es eso. —respondí seriamente— Espero que seas sincera y directa al responder.

—Cariño, el doctor dijo que necesitas descansar. Luego responderé todas tus preguntas.

—¡Mamá! —alcé la voz— ¿Juan, mi mejor amigo, está muerto?

Ella se congeló ante la pregunta. Luego, dijo —: ¿De qué estás hablando? Talvez el desmayo te afectó más de lo que imaginé.

—Tú nunca me has mentido, por favor no lo hagas ahora. —respondí rápidamente— No he perdido la memoria, recuerdo todo lo que pasó.

—Cariño, nada de esto es tu culpa —dijo mi madre mientras se acercaba a abrazarme.

—Lo sé. —respondí mientras rechazaba su abrazo.

Solo quería estar solo ese día. A pesar de que mostraba fortaleza, asimilar todo era muy duro para mí.

Aquel día no me apeteció comer nada. Lo único que pedí fue un vaso de agua con hielos, el cuál ni siquiera bebí. Simplemente me quedé observando aquel hielo, imaginando que era yo nadando antes de que todo se sumerja en la desgracia. De pronto, uno de los cubos de hielo del vaso empezó a descender hasta tocar el fondo. Me quedé atónito mirando este suceso hasta que mi mamá abrió la puerta del cuarto y, misteriosamente, el hielo volvió a subir cuando ella entró. Decidí no prestar atención a este acontecimiento y me conformé con pensar que fue producto de mi imaginación.

Los siguientes días estuve encerrado en casa. No tenía ganas de salir, ni hablar con alguien. Únicamente permití a mi madre acompañarme de vez en cuando, pese a sus intentos de convencerme en socializar con alguien más. Mi mente se inundaba con recuerdos trágicos y sentimientos de culpa. Cierto día que estaba solo en casa, fui abrumado por pensamientos negativos nuevamente. Sin embargo, esta vez escapaban de mi control, así que decidí salir a tomar algo de aire. Como no pretendía toparme con alguien, fui hasta un bosque lejano y me senté bajo un árbol. Era temporada de otoño, las hojas de los árboles caían por doquier. Dado que trataba de despejar mi mente, me dispuse a quedarme observando como caían. Pensamientos positivos aparecieron en mi mente al ver la naturaleza. Maravillado, levanté mi brazo y una hoja cayó sobre mi mano. Algo extraño sucedió repentinamente. La hoja empezó a flotar sobre ella. No me detuve a pensar en alguna explicación lógica para eso, simplemente recordé el cubo de hielo que se hundió en el vaso e imaginé haber desarrollado poderes. Decidido a seguir el juego, abrí mi otra mano y otra hoja cayó, la cual empezó a flotar sobre ella. Si todo era real o no, no me importaba. Hacer esto me hacía sentir bien, me ayudaba a olvidarlo todo y no deseaba detenerme.

De regreso al presente, ahí estaba yo, completamente rodeado, sin nadie a quién pedir socorro y con la lluvia cayendo sobre mí. Condenado por los poderes, que una vez fueron mi alegría. No obstante, tal vez debo verlo desde otra perspectiva. «Yo tengo los poderes de Dios», esa frase iluminó mi mente.

—¡Yo tengo los poderes de Dios! —grité con todas mis fuerzas— ¡No permitiré que me atrapes miserable demonio!

—Espera, ¿Qué piensas hacer? —dijo el hombre de negro muy asustado.

Apoyé mis manos en el suelo y en mi mente sólo pensamientos de destrucción habitaban.

—¡No lo hagas! —gritó el maligno ser.

La superficie empezó a temblar. Pronto todo el suelo a mi alrededor se agrietó. Los seres sin rostro se lanzaron a detenerme, pero bloques de tierra emergieron para golpearlos y arrojarlos lejos. Yo no me detuve ahí, otro grupo de rocas ascendieron para aplastar al hombre de negro. Esta vez ya no me permití ni siquiera sentir ganas de desmayarme. Seguidamente, me levanté y me di a la fuga.

Mientras corría en medio de la noche, unas campanadas estremecieron mi cuerpo. Alcancé a divisar que provenían de lo que parecía ser una iglesia abandonada. Unas nubes extrañas se posaban sobre aquel lugar. Pese a ser una noche de tormenta con un cielo completamente oscuro, aquellas nubes eran blancas como la nieve y se arremolinaban sobre el campanario de la iglesia. Nunca había visto algo como esto, pero lo que más me asombró fue una sombra que parecía desplazarse entre estas nubes.

—No temas, vine en tu auxilio. —habló alguien en mi cabeza.

Era la voz de Dios, estoy seguro. Extraordinariamente se sentía muy cerca.

—Ve al campanario, te estoy esperando ahí. —dijo Dios.




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